FRAGMENTOS DE UNA COTIDIANIDAD


La Construcción del Objeto de Estudio

Generalmente cuando uno piensa en una investigación se imagina a esos personajes vestidos con bata blanca dentro de un laboratorio, tubos de ensayo y fórmulas incomprensibles para la gente común y corriente, resultado del minucioso y preciso seguimiento que se hizo de los “pasos” del método científico con la intención de comprobar una hipótesis. Sin embargo, al parecer el panorama se complica cuando uno piensa la posibilidad de llevar a cabo una investigación en Arte. Una de las primeras interrogantes que surgen es ¿Qué y cómo investigar en arte?, es decir, cuál sería el objeto de estudio de una investigación en el campo del arte y cuál la manera de abordarlo, ¿acaso con aplicar los rigurosos pasos de lo que conocemos como método científico es suficiente para poder desarrollar una investigación en cualquier campo del conocimiento, incluyendo al arte mismo?

Plantearse estas interrogantes implica de algún modo reflexionar en cuanto a cuál sería el objeto de estudio del arte, cuál su problemática, e incluso, cuestionarse qué es el arte y desde qué punto de vista entendemos el término investigar, ya que de ello depende el tipo de investigación que desarrollemos, es decir, seguir haciendo de la investigación un mero seguimiento de un método que ya tenemos estabilizado y que nos lo inculcaron y asumimos casi de manera naturalizada como única manera para poder hacer investigación, o por otro lado, la posibilidad de hacer de la investigación más que el mero seguimiento de los pasos de un método, la construcción de una metodología capaz de generar nuevos conocimientos.

Con lo anterior, considero entonces pertinente exponer la diferencia que encuentro entre método y metodología, con la finalidad de esclarecer un poco más desde donde desarrollé mi investigación.

Es muy común que en ocasiones nos refiramos a la metodología como sinónimo de método, sin embargo, preciso diferenciarlo, ya que de ello va a depender, insisto, la visión que tengamos de cómo desarrollar una investigación.

Si nos remitimos al Diccionario de la Real Academia Española o a algunos libros de Métodos y Técnicas de Investigación nos vamos a encontrar con definiciones de Metodología  como: Ciencia del método. Conjunto de métodos que se siguen en una investigación científica o en una exposición doctrinal. Y refiriéndose a Método como: el conjunto de pasos ordenados (procedimiento) que se sigue en las ciencias para hallar la verdad y enseñarla. Camino que se sigue para llegar a algo.

Las definiciones anteriores sugieren que al método le corresponde la función técnica - instrumental para poder desarrollar una investigación, pero considero que no nada más, ya que el método, si bien incluye un momento instrumental, también le antecede un trabajo de reflexión lo que lo hace sustentarse en criterios lógicos que nos permitirán cierta inteligibilidad para el proceso. En otras palabras, cabe la posibilidad de conceptualizar al método no solamente a partir de su función técnica instrumental y de manera rígida, el método también se construye de manera crítica y provisoriamente, para ser reconstruido en tanto se realiza. En este sentido, la Metodología, entonces sugiere rebasar la noción instrumental de método, y más bien, con metodología se alude a la lógica de los procedimientos y a los criterios fundamentales para desarrollar una investigación.

La metodología se ubica entonces en el campo de las posibilidades del sujeto en términos de táctica, como diría Michel De Certeau y no en la línea de definición de pasos y técnicas a instrumentar, en tanto que puede ser entendida como una forma, entre muchas, a través de la cual un sujeto se confronta con la realidad para construir su objeto de estudio, asumir los problemas y buscarles una explicación.

Entonces, si consideramos la metodología como un campo de posibilidades en tanto táctica de un sujeto para tratar de dilucidar un fenómeno de su cotidianidad, se estaría planteando, luego dos aspectos fundamentales: un sujeto y una realidad compleja, interactiva y dependiente de quien la percibe, y por tanto, un interés en la búsqueda no de certezas sino de explicaciones que den sentido a su Hacer cotidiano, concebido este desde la propuesta que hace de este concepto teórico Michel De Certeau en su texto “La invención de lo cotidiano” como referencia a la de un “arte”, que insinúa un estilo de intercambios sociales , un estilo de invenciones técnicas y un estilo de resistencia moral, que concluyen en la elevación de la cultura ordinaria y dan a las prácticas el pleno derecho de condición de objeto teórico, por lo que sugiere debe encontrarse el medio para “distinguir maneras de hacer”, pensar “estilos de acción”, para así elaborar la teoría de las prácticas.

Hidalgo Guzmán expone que al hacer investigación, de alguna manera, es necesario tener una actitud heurística, ya que ésta desencadena la búsqueda de caminos para responder a la problemática planteada, es desbroce de itinerarios posibles para probables explicaciones (Hidalgo Guzmán, 1997, pág. 116). A partir de esta idea que plantea Hidalgo Guzmán se infiere entonces que la búsqueda de caminos incluye anticipación de resultados, esto es, la aparición de explicaciones anticipadas o previas, y esto no es otra cosa que la construcción que hacemos de nuestra hipótesis o lo que Peirce denomina como abducción, un tipo de inferencia (distinta de la deducción y la inducción) mediante la cual generamos hipótesis para dar cuenta de aquellos hechos que nos sorprenden. Peirce consideró que la abducción no sólo estaba en el centro de la actividad científica, sino también de todas las actividades humanas ordinarias. Por lo tanto, la abducción es ese proceso mental “generador” de desplazamientos y lógicas del pensamiento sin ser del todo definido moviéndose en el espacio de la posibilidad, en donde a partir del planteamiento de un resultado, se le aplica una regla y se genera un caso.

Plantear entonces, a la producción artística como el proceso elegido para la constitución de un sujeto fue la manera en como comencé a darle sentido a esta investigación. Aquí considero, y en lo subsecuente entiéndase por sujeto no como ese ser innominado, sino como un ser “sujeto” a una infinidad de interrelaciones de afectos y conocimiento que hace de su tránsito en el mundo, una realidad única susceptible de ser problematizada, analizada y reflexionada, con la finalidad de construir explicaciones a lo inexplicado, hacer comprensible lo no comprendido, de significar hechos o fenómenos que son referidos inicialmente a situaciones de conocimiento meramente cotidiano.

Para efectos de esclarecer más aún esta concepción de sujeto , tal vez sea oportuno establecer las diferencias que se puede vislumbrar entre sujeto y hombre. Michel Foucault en su libro “Las Palabras y las Cosas” apunta tres consideraciones fundamentales para la concepción de hombre: la conciencia, la razón y la voluntad, elementos que sin duda son considerados por la psicología como ejes de análisis para la concepción de un hombre pleno, completo, cuyo esfuerzo en la vida debiera estar encaminado a alcanzar precisamente la felicidad (no hay demanda más grande del Gran Otro que ser feliz), sin embargo, es el psicoanálisis con Freud y luego con Lacan que cuestiona esta concepción de ser completo, y más bien lo que proponen es la concepción de un sujeto en falta, pasional (pathos – padecer), cuya pulsión de muerte va a hacerse presente a lo largo de toda su vida y su deseo lo que lo motiva a crear, y de alguna manera, crearse él mismo.

Por lo tanto, al concederle importancia al ámbito afectivo del sujeto como el generador de su deseo, en esta investigación, irremediablemente, el investigador, como sujeto, se convirtió en el protagonista y el objeto de estudio el producto de su actividad constructiva, es decir, el objeto de estudio lo construí a partir de la problematización que fui capaz de hacer de mi realidad, de mi cotidianidad, ya que desde mi parecer, el objeto de estudio de una investigación no es un tema que se elija presuponiendo que el “problema” está en el mundo externo esperando a que sea descubierto, el sujeto es quien lo construye, no por nada dicen “que no hay felicidad inteligente”. Es decir, lejos de elegir un tema que fuera el pretexto para hablar acerca de “algo” y, que en el mejor de los casos, desencadenara un producción plástica, el camino fue más bien a la inversa: fue a partir de esa producción, de ese Hacer, aparentemente sin sentido, como fui construyendo la temática, en la medida en que trataba de desnaturalizar mi producción artística. De algún modo la idea giraba entonces en torno a proponer a la producción artística como generadora de conocimiento a partir de la reflexión y desplazamientos personales que hiciera en cuanto al “hacer cotidiano” del proceso personal que sigo para producir. En otras palabras, la intención era desnaturalizar a la producción artística para convertirla en objeto de estudio de mi investigación.

Mucho se habla de que una investigación debe centrarse en el área en el que uno es “especialista” y resulta entonces obvio pensar, que por ejemplo, un historiador desarrolle una investigación a partir de reconstruir la historia, un químico a partir del registro de resultados de horas de trabajo en el laboratorio, pero un artista… ¿a partir de qué puede desarrollar una investigación si no es a partir de la propia producción artística que realiza? Pero entonces, la pregunta que surge es ¿cómo abordarla para no caer en mera recopilación de información para conformar compendios que poco hablarían de nuestro proceso creativo al realizar nuestra producción artística?

Me quedaba claro que el conocimiento que generara esta investigación tendría un papel explicativo de los hechos o fenómenos cotidianos, que me permitieran como sujeto - investigador enriquecer las concepciones que tenía de mi realidad. No se trataba entonces de una mera recopilación de datos e información de “la realidad” para contrastarlos con los conocimientos “formales” o teóricos y negar o confirmar un supuesto. La intención desde el inicio fue plantear, en primer lugar, un sujeto multirelacional y complejo, haciéndose imposible ignorar su contexto y su historia personal, y por otro lado, la posibilidad de concebir la realidad en términos de explicación, comprensión, argumentación y transformación. Ello  implicaba entonces, en el caso del artista investigador, plantearse una producción con sentido, en la medida que fuera capaz de desnaturalizar su propio proceso de producción artística y hacer de éste su objeto de estudio, en donde la técnica, ese “hacer bien” las cosas, no fuera el único ámbito de estudio que se pudiera abordar al hacer investigación en arte, distinguiendo también otros ámbitos, como el vivencial afectivo de una producción artística, en donde se tornó interesante poder identificar, analizar y reflexionar acerca de aquellas vivencias que fueron detonantes y desencadenaron toda una producción artística para llevar a cabo una significación de las mismas, es decir, si el conocer es una forma de expresión y acción del sujeto en una situación, consideré que sería interesante poder, a partir del relato y de la reflexión de las vivencias que motivaron la creación de mis imágenes y de la propia descripción del proceso que seguí para construirlas, armar una explicación con tintes subjetivos; y entiéndase subjetivo en el sentido de cómo, cada uno de nosotros significamos el mundo o nuestra experiencia a partir del reflejo con diversos autores, artistas, teóricos, pensadores etc. que de alguna manera nos han ayudado con su conocimiento a construir nuevas formas de realidad, abordando con éste análisis el tercer ámbito de estudio de una producción: el argumental.

Otra reflexión que sugiere lo antes expuesto, apunta a la controvertida objetividad atribuida al sujeto investigador, que si bien casi han sido derrumbadas por autores como Pablo Fernández Christlieb cuando señalan que estas “ilusiones objetivas” del mundo no pueden conducir a la conquista de la objetividad en el conocer pues para ello sólo bastaría que el sujeto se desprendiera de valores ideológicos, referencias teóricas y posiciones socioculturales; y aunque es más que sabido que el sujeto conoce en situación y no puede concebirse como un individuo abstracto o al margen de una situación concreta, ello no quiere decir que la relación investigador – vida cotidiana, o del papel de la teoría en la interpretación de los hechos han sido completamente superados al momento de plantear otro tipo de metodología para realizar investigación en arte distinta a la legalizada académica o institucionalmente.

Otra reflexión, expuesto lo anterior, gira en torno a la necesidad de repensar el estatuto de realidad, esto es, no asumirla en su materialidad y existencia independiente del sujeto, sino pensarla en su dimensión subjetiva y recíproca, es decir, en cómo ésta permea y configura culturalmente los ámbitos naturales de la vida cotidiana de los sujetos y viceversa. Guattari lo expresa mejor cuando expone que

una persona tenida por responsable de sí misma se sitúa en el seno de relaciones de alteridad regida por usos familiares, costumbres locales, leyes… entendidas estas como una multiplicidad que se despliega a la vez más allá del individuo, del lado del socius, y más acá de la persona, del lado de intensidades tributarias de una lógica de afectos más que de una lógica de conjuntos bien circunscritos.

En otras palabras: la subjetividad se hace colectiva, lo cual no significa que se torne exclusivamente social (Guattari, 1996, pág. 20)

En las anteriores reflexiones se acudió a dos proposiciones que considero pertinente explicitar. Una es la intención de recuperar la subjetividad del sujeto protagonista de la investigación, para construir posibilidades diversificadas de rehacerse y en cierto modo singularizarse, en tanto que ésta subjetividad es conformada a partir de su interacción sociocultural, es decir, contribuir a crear una relación auténtica con el otro; y la segunda proposición, se refiere a sugerir a la cotidianidad como ese espacio común susceptible de ser analizado y reflexionado como vía de acceso a la explicación de cómo y por qué el sujeto en cuestión se realiza y protagoniza su cotidianidad de cierto modo y no de otro, más precisamente cómo es que se constituye como sujeto. Es por eso que desde este punto de vista, mi producción artística se convirtió en el objeto de estudio de esta investigación, en tanto que al pensarla como el resultado de aquello con lo que reacciono, de mi relación con el mundo y con los otros, es sin duda la estrategia que elegí para constituirme como sujeto y el tratar de articular un discurso sobre ésta práctica poco discursiva (como lo es la propia producción artística personal), la manera de intentar hacer Artes de la Teoría, como dice Michel De Certeau en su libro “La invención de lo cotidiano” cuando afirma que: la teoría debe aventurarse sobre una región donde ya no hay discursos, y luego agrega, la operación teorizante se encuentra allí en los límites del terreno donde funciona normalmente, como un coche sobre el borde del acantilado. Más allá, el mar. (Michel De Certeau, 2007, pag. 73)

Michel De Certeau lo que expone es que, aparentemente, nuestra cotidianidad, esas Formas de Hacer, parecieran estar lejos del conocimiento y sin embargo, son precisamente todas esas prácticas naturalizadas las poseedoras de su secreto. Por lo tanto, si como dice Lacan, el inconsciente no es otra cosa que ese pensamiento naturalizado, es decir, ese pensamiento que no es reflexivo; en la cotidianidad entendida no como mera repetición de actos, sino como esa respuesta que cada uno de nosotros tenemos ante la demanda e imperativo de lo simbólico, del “deber ser”, es donde verdaderamente podemos comenzar a explorar nuestro inconsciente.

Por tal motivo, al considerar a la producción artística como un recurso imaginario de un sujeto frente a lo insoportable de lo real y lo imperativo de lo simbólico y de la demanda del Gran Otro, se abre un amplio campo de investigación, al tratar de dilucidar ese desplazamiento entre lo inconsciente y el consciente de quien la produce, es decir, del artista.

Desde la postura lacaniana de la subjetividad es posible afirmar que el sujeto no piensa, es pensado, hablado por una verdad que sólo puede articularse a medias en un decir, en el cual invariablemente esa verdad falta: Pienso donde no soy, luego soy donde no pienso (…) no soy allí donde soy el juguete de mi pensamiento; pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar (Lacan, 1973, pág. 201)

¿A dónde quiero llegar? Parafraseando a Lacan: No se trata de saber si hablo de mí mismo de manera conforme con lo que soy , sino si cuando hablo de mí, soy el mismo que aquel del que hablo.


La producción artística como índice de la mirada del artista

Generalmente sucede que cuando nos referimos a una obra de arte, ya sea participando como creadores o como espectadores, es irremediable referirse al “sentimiento”, a la emotividad o afectividad que nos genera mirarla, o en todo caso, lo causante de que desencadenara su creación; sin embargo, algo que pareciera ser tan afectivo como lo es el arte, pasa que al tratar de hacer una investigación teniendo como objeto de estudio la propia producción artística personal se vuelve un tema completamente “subjetivo”, y por tanto, carente de validez en el ámbito del conocimiento debido al rechazo sistemático de la subjetividad, en nombre de una mítica objetividad científica que al parecer continúa reinando al momento de tener que desarrollar una investigación.

De ahí la importancia de reflexionar en torno a cómo es entendida la subjetividad Félix Guattari diría “acerca de la producción de la subjetividad”, para que a partir de ello sea posible vislumbrar, tal vez, una nueva forma desde donde poder hacer investigación en el arte.


1.1La subjetividad desde su dimensión creativa procesual

Durante mucho tiempo se ha pensado en el sujeto como esencia última de la individualización, como si hubiera algo, una cualidad que de verdad pueda definirse como única, propia y que nos caracteriza del resto, de algún modo se ha pensado en el sujeto como una “pura” reflexión vacía del mundo; de ahí que tal vez sea común que a la subjetividad se le califique como ese punto de vista autorreferencial carente de validez en el ámbito simbólico del conocimiento pues parecería que no ha sido susceptible de ser comprobado y validado como universal dentro de la cultura, es decir, de alguna manera está vista o considerada como única y exclusivamente relativa a un sujeto y en oposición al mundo externo, al objeto en sí mismo y por lo tanto carente a su vez de interés e importancia para una colectividad.

Pero bajo esta mirada valdría tal vez la pena hacer una reflexión en el propio término sujeto, que como tal nos indica que estamos “sujetos” a una infinidad de factores heterogéneos que nos determinan, pero que a su vez nos identifican, como la cultura por ejemplo, de otra manera estaríamos hablando de individuos, más no de sujetos porque uno no es uno solo, individual y exclusivo, uno no aprendió a hablar, a ver y a pensar solo y como se le antoje, uno no descubre el hilo negro de las cosas, uno comparte formas de vida, un lenguaje y maneras genéricas de ver el mundo, de ahí que Pablo Fernández Christlieb diga que uno encarna a toda su sociedad, con su lógica, su moral, sentido común, maneras de moverse y sus verdades.

Pero entonces, ¿cuál sería esa delgada línea que diferencia a la subjetividad de un sujeto de la colectividad cultural? Félix Guattari tal vez diría que la respuesta es “la instancia expresante”, es decir, la manera en que cada sujeto se asume frente a la demanda del Contenido de los discursos de la cultura, esos discursos parecidos a lo que Lacan llama como gran Otro que pertenece al orden simbólico que nos dicta las reglas del juego, y nos dice el deber ser de tal o cual manera. En otras palabras, esa “instancia expresiva” se refiere a esa relación discursiva que se establece entre el sujeto y el Contenido, a esa constitución no escrita de la sociedad (Zizek, 2008, pág. 18) Y es aquí donde me gustaría resaltar el concepto relación discursiva para dejar en claro que cuando uno comunica una idea o expresa su opinión respecto a algo, siempre, irremediablemente, nuestro discurso va a estar determinado o permeado por lo que “uno” impersonal piensa, de lo que “se” piensa, en pocas palabras, resulta ingenuo pensar que nosotros somos los descubridores del hilo negro o que en todo caso se podrá expresar un conocimiento objetivo creado por nuestra psique. Esa relación discursiva a la que hago alusión entre el sujeto y el Contenido, se refiere a que si bien es cierto que ese gran Otro con su carácter virtual como dice Zizek, siempre va a estar presente y ahí cuando hablo, la producción de la subjetividad del sujeto se da entonces, en el momento de la declaración, es decir, cuando uno hace algo, se considera (se declara) como el que lo hizo, y, sobre la base de esta declaración, hace algo nuevo… (Zizek, 2008, pág. 25) y luego agrega Zizek, este momento reflexivo de declaración significa que todo enunciado no sólo transmite cierto contenido, sino que, simultáneamente, comunica el modo en el que el sujeto se relaciona con ese contenido (…) lo que constituye la ideología de la vida cotidiana.

Es justo esta idea la que transforma el concepto que comúnmente se tiene de subjetividad, ya que deja ver una brecha en donde por un lado se reconoce el Contenido enunciado de la cultura y del lenguaje mismo que nos determina, y por el otro se reconoce el acto de la enunciación cuando nos vemos y reconocemos nuestro papel o postura frente a ese Contenido y expresamos las maneras o formas en como nos relacionamos con él, a partir y en relación con nuestros propios afectos, inhibiciones y angustias.

Justo aquí es donde surge entonces la interrogante, ¿en el ámbito del conocimiento qué sería más enriquecedor rescatar, únicamente el planteamiento “objetivo”, del pensar “consciente” de un sujeto, de una colectividad, o bien, intentar rescatar a la par, a la subjetividad desde su dimensión de creatividad procesual haciendo un análisis y reflexión en torno a nuestras “artes de hacer”[1], es decir, a nuestra Expresión?

Aquí me refiero a dimensión de creatividad procesual de la subjetividad, en el mismo sentido que Michel De Certeau se refiere a la “táctica” como aquella reacción frente a la norma que tiene el sujeto o una comunidad para revertir la estrategia[2] del poder, lo que a su vez genera un nuevo discurso ante lo ya estabilizado. Es en este sentido entonces que procuré más bien intentar desarrollar mi investigación haciendo una reversabilidad entre el Contenido y la Expresión, es decir, partir de la reflexión de mi “hacer” como artista  para llegar a la comprensión de mi realidad, concibiendo a ésta última como un proceso de creación de subjetividad a partir de la propia producción artística y como un producto del pensamiento.

Pero entonces podría, tal vez, pensarse y cuestionarse dónde queda el conocimiento ante tanta aparente subjetividad, si es que seguimos creyendo a la subjetividad como ese pensamiento única y exclusivamente individual, sujeto a la pura voluntad de un individuo (como si eso fuera posible). Diciéndolo de manera escueta y tajantemente, diría que el conocimiento se da en el momento en el que al reflexionar y tratar de traducir en lenguaje un “hacer” cotidiano e inconsciente (como lo puede ser la producción del objeto artístico), se vuelve un saber que produce consciencia.

Habría en todo caso varios nudos que deshacer en este planteamiento. En primer lugar, es fundamental tener presente que nosotros conocemos el mundo a través del lenguaje, ya lo afirmaba Wittgenstein con su frase los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, pero por otro lado, no podemos olvidar que el lenguaje es una convención, un acuerdo social, y en este sentido pertenece al ámbito simbólico a diferencia del mundo real que siempre nos rebasa porque existe independientemente de nosotros, en otras palabras, nosotros le damos existencia a las cosas porque les asignamos un nombre, pero entonces ¿a qué me refiero cuando digo traducir en lenguaje un “hacer” cotidiano e inconsciente? Si el inconsciente puede ser considerado como ese pensamiento naturalizado, que no es reflexivo, es en el hacer cotidiano donde vulgarmente se diría se encuentra su mera mata, por ejemplo, cuando uno se acoge en su producción artística cada uno de nosotros, seguramente hacemos una infinidad de ritos[3] antes de comenzar a dar ese primer trazo, hay tal vez quien quisquillosamente prepare “su espacio” de trabajo o quizá para alguien sea solamente necesario lápiz y papel, o tal vez únicamente su propio cuerpo como material y herramienta, en cualquiera que sea el caso, creo que difícilmente nos ponemos a pensar ¡justo! en el momento de la ejecución de nuestro objeto artístico en todas aquellas “reglas”, convenciones, o saberes compartidos culturalmente, no voy haciendo el trazo de mi dibujo pensando en la intensidad del tono muscular que estoy aplicando, ni utilizo el pincel seco pensando en que tal vez esté violando una convención de la acuarela o consulto el diccionario de simbología para determinar si el color rojo representa la pasión, la sangre o la vida, tampoco hago presente a Arnheim a la hora que realizo mi composición. Sin duda, es innegable que hay una infinidad de saberes que ya los tenemos incorporados, naturalizados, una serie de reglas y convenciones que seguimos ciegamente por costumbre y por hábito, entonces, tratar de hacer lenguaje ese hacer cotidiano implica precisamente desnaturalizar ese saber hacer y volverme, por lo menos parcialmente, más consciente de ese saber. Por lo tanto, crear conocimiento, desde este punto de vista, equivale a hacer consciente lo inconsciente, hacer comunicable lo incomunicable, de alguna manera, hacer de una realidad más privada (podría pensarse, más “subjetiva”) hacerla colectiva en tanto que la inventamos por medio del lenguaje.


[1] “Hacer” concebido desde la propuesta que hace de este concepto teórico Michel De Certeau en su texto “La invención de lo cotidiano” como referencia a la de un “arte”, que insinúa un estilo de intercambios sociales , un estilo de invenciones técnicas y un estilo de resistencia moral, que concluyen en la elevación de la cultura ordinaria y dan a las prácticas el pleno derecho de condición de objeto teórico, por lo que sugiere debe encontrarse el medio para “distinguir maneras de hacer”, pensar “estilos de acción”, para así elaborar la teoría de las prácticas.
[2] Entendiendo por estrategia como la normalización de la interacción humana, de la cultura mediante estructuras simbólicas. Michel De Certeau llama estrategia al cálculo (o a la manipulación) de las relaciones de fuerzas que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y de poder resulta aislable. La estrategia postula un lugar susceptible de ser circunscrito como algo propio y de ser la base donde administrar las relaciones con una exterioridad de metas.
[3] Entendiendo por rito como la repetición de la hierofanía, pero ya no en un plano real, sino simbólico, es decir, de su representación.

1.1 El artista - investigador como protagonista



Hasta aquí, debemos tener presente entonces dos aspectos, por un lado, un artista, en tanto que sujeto, con todo su social y colectivo acuestas, y por otro, su hacer que lo define ante el mundo como artista. Ese hacer, es decir, la obra o su producción artística, es justo lo que cobra aquí valor como objeto de estudio de esta investigación en tanto que producto del pensamiento del artista se vuelve susceptible de ser analizado y reflexionado para que un pensamiento que en primera instancia es personal,“privado” se vuelva “público”.

El punto que tal vez aquí ahora se cuestione es por qué estudiar mi propia producción artística y no la de un artista consagrado y validado por toda una cultura como tal, y al proponerlo así, quisiera aclarar que no tiene que ver con una cuestión ególatra sino simplemente porque pienso que si un médico, por ejemplo, que en términos generales, es el personaje que culturalmente identificamos como el que “cura a la gente”, o un ingeniero civil como “el que hace o construye los puentes”, y en ese sentido pueden desarrollar su investigación que les otorgue un grado académico, encuentro entonces razonable el hecho que yo pueda y quiera hacerlo con base a mi hacer, a mi producción, que de alguna manera es lo que me identifica ante una sociedad como “artista”.

Hablo de cultura y de mi identidad como artista, pero ¿a qué me refiero específicamente cuando puntualizo en ello?

Si la cultura puede ser definida como el conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida de una sociedad, o como el conjunto de modos de vida y costumbres (Diccionario de la Real Academia Española 22ª ed.) , puedo entender por cultura entonces: la creación de experiencias y modos de ver la vida. Por lo tanto, la cultura no es un objeto o fenómeno externo a cada uno de nosotros, no es algo que nos cubra con su manto (que sí también) y conforme “por arte de magia” nuestra identidad, eso que presupone una serie de características que nos permite reconocer si una persona o cosa es la misma que se supone entre un grupo, o ese conjunto de rasgos de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás.

La cultura y nuestra identidad ya sea como sujetos o como profesionales (o incluso como pueblo o nación) no es individual, también es colectiva puesto que la creamos cotidianamente cada uno de nosotros con nuestros actos, nuestros hábitos, nuestras formas de hacer, la manera que tenemos de relacionarnos con los demás y con el mundo. Esos pormenores que fácilmente podemos catalogar como “personales” y que generalmente a nadie le interesa “hacer públicos” es lo que Pablo Fernández Christlieb define como cultura cotidiana (Christlieb, 2005, pág.33), y es en este sentido entonces que, me atrevo a aseverar que el artista no es un ser, sino una forma de ser. Es decir, el artista no es esa sarta de ideas que la gente suele tener de él como ser privilegiado y predestinado con un “don” para aplicar una técnica o un artificio proveniente de una necesidad fisiológica para “expresar sus sentimientos más profundos”[1]. El artista no es un ser, en tanto que no designa ninguna cualidad real, es decir, no es privilegiado, sino que privilegia su existencia en el mundo, tal vez pudiera dar más luz a esta idea con las palabras de Deleuze: el atributo no designa ninguna cualidad real (Deleuze, 1989, pág.29)

Y es precisamente esta manera de ser la que se puede dar en la relación que establece el sujeto, con el mundo. Esto es, el sujeto al momento de privilegiar su existencia en el mundo, hace surgir una necesidad intelectiva, de búsqueda de sentido, lo cual implica ya en sí una creación. De algún modo, el artista ha encontrado en cada acción, cada imagen, cada objeto que produce la forma para tatuar el cuerpo del mundo con sus propias interrogantes. La producción artística pudiera ser vista como una especie de metáfora para poder comprender una cosa en términos de otra, y en esa medida poder darle sentido a su existencia.

Pablo Fernández Christlieb puntualiza una cualidad que tienen los objetos, se les llama “objetos” porque objetan, porque ponen objeciones, esto es, que se instalan contra uno y lo confrontan (Christlieb, 2004, pág. 115) por lo tanto, el objeto artístico, creación de aquel personaje denominado artista, funge como un objeto capaz de confrontar a su propio creador, y en este sentido entonces, el conocimiento de aquel objeto, permite de algún modo el conocimiento del pensamiento de aquel que lo engendró.

Lo que quiero exponer con lo anterior es que el conocimiento no está afuera, en el mundo, como algo sustancial en los objetos como tal vez lo pensaban los positivistas, sino que son los sujetos quienes lo construyen a partir de esquemas previos de conocimiento, de saberes que ya han sido estabilizados y validados por una llamada “comunidad científica” (formada por seres humanos comunes y corrientes como nosotros) que a partir de interpretaciones, concensos y acuerdos han validado pensamientos, construido “verdades” que son tomadas como sustento de nuestra realidad. Por lo tanto, lo único que podemos tener tanto del huídizo mundo conocido como científico así como al que nos enfrentamos todos los días son puras interpretaciones de él.

Es en este sentido entonces que me pregunto y al mismo tiempo me contesto, si el objeto artístico es producto de una creación inventiva del artista a partir de la mirada y del conocimiento que tiene éste del mundo y de su relación con él, ¿no resulta entonces innegable, que ese artista a partir de que hace una deconstrucción de su producción al proponerlo como objeto de estudio, de algún modo, lo que se está proponiendo es inventarse él de nuevo? Algo así como cuando los doctores al enfrentarse ante un nuevo virus se ponen a estudiarlo, lo analizan, interpretan el fenómeno a partir de sus saberes previos, y de “las experiencias internacionales” vividas anteriormente, sacan conclusiones y una vez teniendo acceso a los elementos de la aparición del mismo y  sus efectos, emprenden la reconstrucción de los hechos para llegar a encontrar “la cura”, o si no por lo menos practicar las medidas precautorias adquiriendo mayor conciencia de sus hábitos para evitar el contagio y propagación.

De algún modo el artista – investigador se vuelve una especie de ingeniero civil que construye puentes para poder desplazarse de un lugar conocido a otro que aún no conocemos porque no hay manera de acceder a ese lugar a menos que se construya una vía para hacerlo, en términos Lacanianos, el artista – investigador lo que se propone es enriquecer, construir un simbólico, para que sea “el puente”, la vía de acceso que le permita desplazarse entre su mundo imaginario y el mundo real.


[1] los sentimientos no existen”, afirma Christlieb en su libro “la Afectividad colectiva” toda vez que al querer definirlos nos encontramos con una sarta de palabras, vaguedades que dan cuenta que el objeto que se pretende describir no existe en realidad puesto que no es un objeto o evento concreto. Tanto en los discursos sentimentales como en las teorías de las emociones, los sentimientos precisos dependen solamente del nombre que reciban y del discurso al que se les hace entrar al darles nombre. Pero hay una objeción muy simple: lo que se está sintiendo es otra cosa.



1.3 La Mirada



Debemos cerrar los ojos para ver cuando el acto de ver nos remite, nos abre a un vacío que nos mira, nos concierne y, en un sentido, nos constituye.
George Didi – Huberman


Cuando la producción artística se convierte en la “evidencia” de nuestro tránsito por el mundo y de nuestra relación con él, tal vez, el sujeto puede sentirse salvado en tanto que como creador tiene la sensación de crear o retener “eso” que le hace falta, completar, “crear su mundo” suelen decir; no es casualidad sentir esa satisfacción al dar cada trazo y culminada la obra sentirse orgulloso de su nueva creación, mirarla y tener aquella sensación parecida a la de ganar algo.

Lo que paradójicamente, la mayoría de las veces no llega a vislumbrar es que, es precisamente esa producción lo que lo evidencia como sujeto en falta, ese objeto artístico es la evidencia misma de sus carencias, de sus pérdidas, de su vacío. Es decir, de algún modo conoce la respuesta de esa relación que tiene con el mundo, pero desconoce cuál es la pregunta. Y en este sentido entonces, los sujetos frente a la evidencia de esa relación (es decir del artista con el mundo y la obra como reacción de dicha relación) comienzan a intentar significarla en dos sentidos: hay quienes asumen la postura de que lo que ves es lo que ves y no hay más, en donde pareciera que su intento es exponer y ver la obra vaciada de toda connotación como un objeto que no inventará ni tiempo ni espacio más allá de si mismo, y en contraparte hay quienes ven en la obra un conjunto  de significados en cada uno de sus elementos, convirtiéndose en una suerte de buscadores de sentido del sentido, un poco en la idea de que no hay “un allí” sino “un más allá”, creando un tiempo y un espacio más allá de la misma obra, pero en ambos casos, dice Didi Huberman, no es más que la misma moneda con sus dos caras, en ambos casos lo que se pretende es evitar la falta, el vacío.

 La obra de arte no es más que la huella, el registro de una pérdida, algo que fue y que estuvo, pero que ya no es más, y que de ello sólo conocemos su huella, no eso que la produjo. Eso precisamente que falta es lo que produce una especie de incisión en la obra de arte, incisión por la cual nos mira aquella pérdida, aquella falta que no cabe en el discurso y que nos pulsa, nos asedia y nos hace voltear a ver al objeto artístico, convirtiéndose éste en una especie de umbral por donde la mirada transita entre lo que vemos por lo que nos mira.

Justo aquí es donde considero oportuno precisar el concepto de mirada a partir de la concepción que hace Lacan de ésta, para tratar de explicar después un poco más lo antes expuesto.

En primer término, Lacan hace una diferenciación entre el ojo, como órgano de la visión y la Mirada, posicionando al ojo (es decir, a la vista) en el campo de las pulsiones[1] (pulsión escópica), y a la mirada, en tanto que aporte de la visón, la integra en el campo del deseo de un sujeto. Es decir, por un lado nos encontramos con un sujeto que goza y encuentra satisfacción mirando, y en tanto que es un acto pulsional es también objeto y causa, motor del deseo del sujeto.

Hasta aquí entonces, aparentemente pudiéramos entender el acto de la mirada en un acto que oscila entre-dos: el adentro y el afuera, el sujeto y el objeto, ver y ser visto, pero entenderlo así sería un poco ingenuo de nuestra parte. Con sólo dos elementos no hay forma, se rompe. Estamos tan acostumbrados a vivir en una dualidad, en la oposición, en el “ser o no ser”, en tener que elegir esto o lo otro… tanto que, difícilmente podemos dejar de ver al conocimiento a partir de una estructura dual, por eso hablamos de un sujeto que conoce y un objeto cognoscible, incluso los propios acontecimientos de nuestra misma cotidianidad tendemos a juzgarlos desde lo bueno o lo malo. Cuando hablamos de dualidades, hablamos de establecer distancias, de adversarios.

En el caso de la Mirada, entenderla desde una estructura dual, sería de algún modo negarla porque no estaría percatándome de, por decirlo de algún modo, “su fundación”, es decir, yo no sólo veo y soy vista, hay algo anterior a ello que me permite significar lo que veo y cómo me ven, y además significarlo de tal o cual manera. Cuando uno se percata de ese tercer elemento omnipresente es cuando cotidianamente decimos que nos hacemos responsables de nuestros actos, porque no sólo veo, sino que ahora descubro desde dónde veo, Lacan diría: “me veo viendo”. Ese “algo” eso indefinido, ese tercer elemento siempre presente en todo acto de la mirada no sólo puede ser entendido como el Gran Otro, ese ser sin rostro que no me permite reconocerlo exactamente como un ser propiamente dicho, pero que sin embargo me hace sentir su presencia, me intimida y hace sentirme vigilada. Ese tercer elemento es también, por decirlo de algún modo, la representación de lo Real, es decir, de eso a lo que no tengo accesibilidad, que existe independientemente de mí, y lo causante de nuestra búsqueda incesante de sentido, pero nótese que digo representación, ya que como tal es imposible tener contacto con él, es insoportable a nuestro entendimiento porque nos confronta con el vacío y con la falta. Lo que tenemos de lo real es siempre su fantasma. No por nada Peirce en su semiótica partía del hecho de que toda relación simbólica, como la asignación de un significado o la interpretación de un texto, o la relación de alguien con algo, tiene tres componentes, que pueden ser sujeto, objeto y representación, o cualquier otra triada, como por ejemplo: ver, ser mirado y verme viendo.

Retomando; si ver, en tanto que pulsión escópica sería el acto de mirar, es decir, va del sujeto hacia fuera (inversión). La Mirada, en cambio está del lado del objeto, en el campo del Otro, es la fuerza o energía que nos constituye desde afuera (convertibilidad), es cuando me miran. En este sentido se abren entonces varias interrogantes: ¿cuándo es que vemos lo que tenemos enfrente?,¿cómo poder determinar qué tanto de mi es lo que le incorporo al mundo, cuando al mirarme el Otro me constituye a mi como sujeto?, en otras palabras, ¿qué tanto soy yo (pensado como ser único y sustancia original) y qué tanto es el mundo, el Otro, cuando estoy hablando que es a partir de la mirada del Otro que se constituye mi subjetividad?, dicho de otra manera, cómo poder determinar si estamos adentro o afuera, o más bien parados en una especie de umbral en donde es casi imposible poder determinar nuestra ubicación en tan amplio horizonte, y más que pensar en entrar o salir la metáfora sería más bien caminar hacia delante y hacia atrás.

Intentar dar respuesta a estas preguntas, sin duda es tener que hablar del Deseo del sujeto, que como decía Lacan, siempre es el Deseo del Otro. En líneas anteriores hacía referencia a que en la Mirada (que siempre implica el acto de ver y ser visto) se pone en juego el Deseo del sujeto, en tanto que como pulsión es motor de éste. El asunto es entonces, que como la mirada está cargada de deseo no puede dirigirse a cualquier cosa, sino que es a “algo” (o alguien), cuya pretensión es que ese “algo” (o alguien) lo mire y lo haga encontrarse a sí mismo.

En este sentido, hay sin duda en la mirada una innegable pretensión del sujeto de que el otro se abra en su deseo, que lo mire y lo constituya. La mirada lo que hace (o en todo caso pretende hacer) es hacer una incisión en el deseo del otro, esto tal vez se pueda aclarar más cuando Lacan dice: él cree desear porque se ve como deseado, y no ve que lo que quiere el Otro es arrancarle su mirada[2] en otras palabras, la mirada se vuelve también objeto de deseo. Al respecto, Lacan destaca que la ventana desde la cual nos ubicamos para ver el mundo (la realidad subjetiva) consta de la relación del sujeto con su objeto de deseo: es decir, de la manera en cómo seamos mirados va a condicionar nuestra mirada, pero siempre en el entendido de que esa mirada va a ser la generadora de un fantasma en tanto que mirar evita vernos desamparados ante lo inaccesible de lo real, dicho de otra manera, mirar evita el reencuentro con el vacío, con la falta. Luego entonces, la mirada como objeto de deseo va a manifestar siempre una falta[3], va a ser un signo de ausencia, de ahí que la actividad de producir imágenes tenga que ver mucho con esa incesante necesidad de una construcción (fantasmática, en todo caso) y consoladora ante lo insoportable de lo real, por lo tanto, debemos tener presente que cuando nos posamos frente a una obra de arte, estamos frente a la apariencia de lo que no es, es como “el pavo huido”, aquel platillo yucateco que consiste en servir el relleno del pavo hecho de picadillo, verduras y especies, y que debe su nombre precisamente a que se sirve solo, sin el pavo (que ha huido), pero de tal manera vinculado con él, que es imposible dejar de rondarlo.

Lo mismo sucede con una obra de arte, podemos rondarla, incluso andarla y desandarla, pero en el entendido de que nunca nos develará su secreto (por suerte), eso que la fundó; si acaso nos dará la posibilidad de comenzar a participar en un juego de deseo entre el espectador, la obra y la falta. Asignarle una suerte de significados a la obra de arte es estabilizarla, anular nuestro deseo por ella, en pocas palabras: matarla.

La falta y el deseo no es un objeto físico y determinado que se nos haya extraviado por ahí, la falta y el deseo están hechos de una “materia” muy vaga, confusa, disuelta, es algo que puede confundirse con todo y puede describirse de todas las maneras, es algo que se “siente” o se vive a nivel de sensación, es algo indiferenciado que cuando lo alcanza el lenguaje y es atrapado por él, lo estabiliza, y en ese momento deja de ser.

Christlieb hace una definición de imagen que me parece muy oportuno rescatarla para efectos de argumentar lo antes expuesto: La imagen es lo conocido que no tiene nombre: lo real innombrable que ronda las palabras, pero que nunca es atrapado por ellas (Christlieb, 2004, pág. 5) No es coincidencia tampoco que Eduardo Cohen en uno de sus ensayos haya escrito que el arte se encuentra a medio camino entre el lenguaje verbal y lo inarticulable de lo vivido. Aclaro, con esto no quiero decir que no se pueda escribir acerca de una obra de arte y utilizar la trillada frase de que “la obra habla por sí misma” lo cual también sería una ingenuidad pensarlo así.

En el caso de ésta investigación donde el objeto de estudio es mi propia producción artística lo haré no en sentido de asignarle un significado a cada una de mis obras, es decir, significarlas en este caso implicará llenarlas de significantes, más no de significados, pues no pretendo convertirme en una suicida. En todo caso, estaría hablando en términos de explicación, más no de develar “verdades absolutas”, o en todo caso “objetivas”, puesto que, como hemos visto, esto resulta imposible ya que de creerlo así estaríamos mirando solamente de manera dual al mundo, la relación de un sujeto que conoce y el objeto por conocer, pero lo que sustenta o funda aquella realidad sería ignorado, eso que estaba antes del pensamiento mismo. Kafka expone magistralmente éste tercer elemento en discordia en su novela El proceso, en donde el ciudadano Joseph K. es procesado por un Tribunal invisible, porque el Tribunal es todo lo que existe, todo lo que hay, la realidad misma. Por eso no hay escapatoria. El Tribunal no es muy conocido por la población, es decir, es invisible, carece de grandes edificios con los que el pueblo pueda identificarle, pero no lo es menos que su sombra la cual se distribuye por todas las casas, por la vida cotidiana de la gente. Así, el Tribunal es imagen certera de una suerte de Conciencia que no se deja ver, pero que no puede dejar de manifestarse en todas las cosas, es una suerte de conciencia que produce inconsciencia, una suerte de conocimiento, de “deber ser” que produce hábitos entre sus pobladores.


[1] ¨ Pulsión, (raíz germánica, Trieb, sustantivo alemán de la voz verbal treiben: empujar) posee el significado de presión energética, procedente también eventualmente del interior del organismo biológico del ser humano. Tanto el concepto de pulsión como el de instinto conllevan una denotación energética de origen biológico. La diferencia fundamental entre ambos conceptos estriba en lo siguiente: mientras que el concepto de instinto enfatiza la ciega finalidad del comportamiento (satisfacción de necesidades: hambre, sed, sexual etc) el de pulsión remite a la básica energía biológica que hace posible todo tipo de comportamiento. ¨ Pedro F. Villamarzo. ¨ Cursos sistemáticos de formación psicoanalítica Vol II Temas Metapsicológicos pág. 424.
Con lo anterior, se entiende entonces por objetos pulsionales como aquellas vías de intercambio de energía del individuo con el exterior es decir, “entre el adentro de un sistema o sujeto y el afuera de un existente o mundo”

[2] Citado por Frida Saal. La Re – flexión de los conceptos de Freud en la obra de Lacan. 2005. Pág. 274.
[3] Este deseo, esta falta aparece como la consecuencia del paso por el Otro, operación que Lacan llama "subjetivación". Si todo lo que significa para un sujeto se debe al paso por el Otro, la falta significante solo se subjetiviza por el encuentro del sujeto con el deseo del Otro, o sea un Otro encarnado. De ahí que se diga que el deseo es lo que resta siempre a cualquier demanda.


1.4 La Obra Artística como Umbral


Hasta aquí entonces, queda entendido que mirar, en este caso a mi producción artística, en primera instancia, me permite ver hacia fuera (o tendría que decir más bien hacia delante) y me deja conocer las formas planas, las superficies, las características de los objetos y espacios, dirían los científicos: “las cualidades generales del conocimiento”, aunque paradójicamente al mirar, esas imágenes no son otra cosa que pensamientos, ideas que me permiten deambular e interactuar en el mundo. Por lo tanto, el  “ir más allá” sumergirme en las profundidades de lo que veo (incluso de lo que no veo), esas cualidades no me la da la visión de los ojos. Las profundidades del “afuera” (y aquí cabría cuestionarnos nuevamente si nosotros estamos afuera o dentro de…) me la da la Mirada, en tanto que acto recursivo[1], es el Otro lo que me constituye y me funda como sujeto.

Esa especie de recorrido que hace la mirada, de los ojos, hacia la obra de arte, dice Christlieb, no sólo se puede mirar hacia delante, sino también existe la posibilidad de mirar hacia atrás, ya que si hay profundidad enfrente, también la hay hacia atrás. Pero mirar hacia atrás no quiere decir voltear y ver lo que hay en las espaldas, porque eso quedaría automáticamente otra vez de frente. Mirar hacia atrás, apunta Christlieb,

significa cerrar los ojos para que los ojos sólo puedan ver lo que hay adentro, ahí donde según informes, lo único que hay es el cerebro, visto esto con los ojos de la visión no se ve nada, pero visto con la mirada de la cultura se aparece una nueva realidad. En efecto, el espacio profundo que se va mirando afuera, como que “rebota” en los ojos, de manera que si el espacio visto ciertamente tenía profundidad, la mirada que lo ve, también.

 Dicho en otras palabras, si hay un conocimiento de la realidad de allá afuera, puede haber un conocimiento de la realidad de acá dentro, o un conocimiento de la propia mirada, esto es, un conocimiento del conocimiento mismo, el cual se desencadena cuando reflexiono y tomo postura frente a esos pensamientos no reflexionados, que tengo naturalizados o frente a ese “hacer” que llevo a cabo desde un saber inconsciente al momento de ponerme a producir.

Echando mano nuevamente de la obra El proceso, de Kafka, me parece oportuno citar su parábola del guardián de la ley, con la finalidad de explicar la constante “desorientación” entre el delante y adentro que experimenta tanto el artista, como el espectador, al pararse frente a la obra de arte y la mirada se queda suspendida frente al velo que nos muestra lo que no está, como diría Gérard Wajcman, frente el sello positivo de una falta (Wajcman, 2001, pág. 81) que resulta ser la obra de arte:

Ante la ley se yergue el guardián de la puerta. Se presenta un aldeano que pide entrar en la ley. Pero el guardián dice que por el momento no puede franquearle la entrada. El hombre reflexiona y luego pregunta si más tarde se le permitirá hacerlo. “Es posible – contesta el guardián-, pero ahora no. “El guardián se hace a un lado de la puerta, siempre abierta, y el hombre se agacha para mirar hacia dentro. Al notarlo, el guardián se ríe: “si esto te atrae tanto –dice-, trata entonces de entrar pese a mi prohibición. Pero ten presente esto: yo soy poderoso. Y no soy más que el último de los guardianes. Frente a cada sala hay guardianes cada vez más poderosos, y ni siquiera yo puedo soportar al aspecto del tercero después de mí”. El aldeano no esperaba tamañas dificultades: ¿acaso la ley no debe ser accesible para todos, y siempre? Pero, al mirar ahora con más detalle al guardián con su abrigo de pieles, su nariz puntiaguda, su barba de tártaro, larga, rala y negra, decide que es preferible esperar que le otorguen el permiso de entrar. El guardián le da un taburete y lo hace sentar junto a la puerta, un poco apartado. Permanece sentado allí durante días, años. Hace numerosos intentos para ser admitido al interior, y cansa al guardián con sus súplicas. A veces, éste lo somete a pequeños interrogatorios, le pregunta sobre su patria y sobre muchas otras cosas, pero se trata de preguntas hechas con indiferencia, a la manera de los grandes señores. Y termina por decirle que aún no puede dejarlo entrar. El hombre que se había equipado bien para el viaje, emplea todos los medios, no importa cuán costosos sean, a fin de corromper al guardián. Éste acepta todo, es cierto, pero agrega: “Acepto únicamente para que tengas la seguridad de no haber omitido nada”. Durante años y años, el hombre observa al guardián casi sin interrupción. Olvida a los otros guardianes. El primero le parece el único obstáculo. Los primeros años maldice en voz alta su mala suerte sin ningún miramiento. Más adelante al envejecer, se limita a refunfuñar entre dientes. Vuelve a la infancia, y como a fuerza de examinar al guardián durante años, ha terminado por conocer hasta las pulgas de sus pieles, les ruega que vayan en su ayuda y cambien el humor de aquél; por fin, su vista se debilita y ya no sabe  verdaderamente si hay sombras a su alrededor o si sus ojos lo engañan. Pero ahora reconoce claramente en la oscuridad un glorioso fulgor que brota eternamente de la puerta de la ley. En este momento, ya no le queda mucho tiempo de vida. Antes de su muerte, todas las experiencias de tantos años, acumuladas en su cabeza, van a desembocar en una pregunta que hasta ahora nunca había formulado al guardián. Le hace una seña, porque ya no puede enderezar su cuerpo tieso. El guardián de la puerta debe inclinarse mucho, dado que las diferencias de altura se modificó en completo desmedro del aldeano. “¿Qué quieres saber? –le pregunta el guardián-. Eres insaciable”. “Si todos aspiran a la ley –dice el hombre-, cómo es que durante todos estos años yo fui el único que pidió entrar?”. El guardián de la puerta, que siente que el fin del hombre se acerca, le ruge en el oído para llegar mejor a su tímpano casi inerte: “Aquí no puede penetrar nadie más que tú, pues ésta entrada está hecha sólo para ti. Ahora me voy y cierro la puerta” (Kafka, 2000, pág. 277)

En la parábola de Kafka son tres los personajes principales: el aldeano cuyo deseo y pretensión es querer pasar por el umbral de la puerta de la ley, el guardián, que tan sigilosamente cuida la puerta, y por último, la omnipresencia de la ley, que si bien nunca es descrita en el relato, nos deja sentir su existencia.

En el relato, se pueden identificar dos posturas aparentemente distintas, pero que en el fondo es la misma, frente a un mismo hecho: la puerta.

La función de la puerta, y específicamente la puerta que es vigilada todo el tiempo por un guardián, es presuponer, en primer lugar, la presencia de “algo” detrás de ella y que además, al parecer resulta inaccesible poder conocer lo que hay detrás de ella (o delante mío) por el sólo hecho de desearlo, tanto, que siempre que intenta el aldeano traspasar el umbral, el guardián se lo impide. Pero lo curioso de la puerta del relato es que nos está hablando de una puerta que durante todo el tiempo permaneció abierta, motivo por el cual no podría hablarse propiamente de una puerta, de un bloque de material que impidiera el tránsito por el lugar, sino más bien de un umbral y de una apariencia de prohibición en su más pura expresión, tanto que en algún momento el guardián le dice al aldeano que si tanto le atrae eso, que trate entonces de entrar pese a su prohibición, pero el aldeano cede en su deseo ante la amenaza que le hace el guardián de enfrentarse a su poderío y al de los Otros guardianes.

Así como la puerta de la parábola de Kafka, y del aldeano que quiere traspasarla, la obra de arte como umbral de la mirada, debe ser entendida entonces como un punto en donde más que límite que separa un afuera y un adentro, es una continuidad del sujeto que nos permite vislumbrar su tópica, su devenir por el mundo real, el simbólico y el imaginario, porque como termina diciéndole el guardián al aldeano al acercarse el final de sus días y éste todavía esperaba le concedieran el paso: Aquí no puede penetrar nadie más que tú, pues ésta entrada está hecha sólo para ti.

 El problema con el aldeano es que confundió lo que representaba la puerta y el guardián, con lo real. En este caso como en todos, la apariencia no ocurre cuando montamos una pantalla engañosa (como lo puede ser la obra de arte) para ocultar una transgresión, sino cuando fingimos que hay una transgresión que ocultar (Zizek, 2008, pág. 121-122), es decir, la obra de arte, en principio, no es la puerta que oculta por detrás lo real, la verdad verdadera de los positivistas o los fundamentalistas, porque como se ha mencionado, lo real es inaccesible, sino más bien, la obra de arte es la idea, la apariencia que nos hemos construido de lo que está escondido detrás de eso que nos es inaccesible pero que nos trastoca todos los días, tanto que nos pasamos la vida entera entre el deseo de querer pasar, transgredir y descubrir el velo, llenarla de significados, o vivir el duelo interminable de no haber podido alcanzar lo que se nos postra enfrente, de darnos cuenta que la obra de arte no es más que el velo que nos muestra lo que no está y en este sentido nunca sabremos entonces por completo lo que atesora aquella imagen.


[1] La recursividad es un concepto fundamental en matemáticas. Una definición recursiva dice cómo obtener conceptos nuevos empleando el mismo concepto que intenta describir.



El tiempo de los diarios



Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba
 la llave de la puerta.

Julio Cortazar

Desde que recuerdo que aprendí a escribir, cuando tenía 5 – 6 años me recuerdo dejando “vestigios”, primero en la pared, luego en hojas de cuadernos y luego en mis diarios.

El lenguaje escrito se tornó en algo muy importante en mí, para poder primero, descargar todo aquello incomprensible de las sensaciones[1] que pudieran producir hechos o acontecimientos que sucedían en mi vida y luego, más bien, de algún modo inventar una manera de cómo contarme eso vivido, pero no en el sentido de describir impresiones de acontecimientos o lugares. Mi escritura como medio para simbolizar la experiencia, se ha ido transformando a través de los años, al principio no pasaba de repetir interminablemente hasta que se desvaneciera la sensación que experimentaba en ese momento, una frase que se ajustara para describirla como un te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio… Tal pareciera que la escritura me daba el espacio, la posibilidad de decir eso que prácticamente era innombrable. Sin duda, descubrí en la escritura la dimensión de lo que no, de lo que siempre falta.

Poco a poco mi escritura se fue transformando en una especie de práctica y a la vez proceso: escribiendo reconstruía el tiempo, me contaba una historia constituyéndome en una tercera persona de la cual escribía, de algún modo me inventaba y reinventaba al leerme. A través de la escritura vomitaba todo, aquello que me importaba lo daba hasta quedarme sin nada, es como si me lanzara al desfiladero, a ese abismo al que toda la vida me enseñaron a tenerle miedo.

Alguna vez leí que la condición para comenzar a escribir es perder todo, tal vez porque, cuando lo has perdido todo, sientes que no hay más camino, no hay más sentido, no hay más verdad fija, te pierdes en tu propio extravío y continúas perdiéndote, es como si tu cuerpo no hiciera ya resistencia y en el desvarío comenzaran a surgir palabras como señales de sobrevivencia.
Paradójicamente, esa misma sensación no la experimentaba al momento de producir mis imágenes, tal vez porque éstas estaban más expuestas. Mi escritura es únicamente mía, no se expone, no se arriesga, si a caso se asoman sigilosamente algunas líneas en mis dibujos, nada que comprometa demasiado la dulce apariencia de las imágenes. Si dejo salir al monstruo sería terrible, es la destrucción en su más pura palabra. Cada vez que leo algo de mi diario confirmo más la idea aquella de Freud de pulsión de muerte, no en tanto violencia, sino como un deseo paulatino de abandonar la lucha de la vida y “volver a la quietud de las piedras”. En cada línea el recuerdo queda sustituido por la repetición, más allá del principio del placer como diría Freud.

Durante muchos años quemé mis diarios cada noche de año nuevo. Era para mi todo un ritual cuando todos se iban a dormir y yo me quedaba sola junto a la chimenea de la sala de mis papás. Cada año nuevo quemaba el diario que había escrito en el transcurso de todo ese año, como si la acción misma de quemarlo abriera nuevas esperanzas y expectativas para el año venidero, por lo menos esa noche tenía la sensación de no pensar en mí, sino en la que quisiera ser.

Fue hasta el 2002 cuando después de haber experimentado la relación amorosa más intensa que hasta el momento había vivido (pero no por ello menos tormentosa), el destino de mis diarios cambió. A diferencia de los años anteriores los diarios del 2002 al 2004 no corrieron la misma suerte que los pasados, pues se los regalé a aquella persona, así que tampoco puedo decir que me pertenecen, ahora son más suyos que míos. El naufragio no se hizo esperar y ahora forman parte también de las pérdidas.

Tras el naufragio… el año 2005 fue el año que menos escribí. Tal parecía que el miedo estaba llegando, y sin duda éste siempre coexiste separado de la escritura, ¿quién podría decir que escribe para no tener miedo? Al contrario! La mayoría de las veces uno se espanta con lo que escribe. Ese espacio que en algún momento me pareció que era mi espacio de transgresión, el miedo me lo negó, no porque el miedo sea inconfensable, siempre he tenido facilidad para mostrarme “temerosa”, “frágil”, dicen los otros, sino porque el miedo me paralizó, me anestesió, dejé al descubierto una locura en plena conciencia, mi locura ya era de cordura.


[1] Pablo Fernández Christlieb hace alusión a que lo que se siente no es una emoción, sino una sensación, algo indiferenciado que puede ser todo y nada a la vez. Los sentimientos precisos dependen solamente del nombre que reciban y del discurso al que se les hace entrar al darles nombre.


2.1 Y sin embargo ella escribe



Primero, ella muere. Después, ama.
Hélène Cixous

5 de Febrero 2006
…me da miedo, porque en el momento que esto sea va a dejar de ser… (D.P)

La fecha es precisa, la recuerdo perfectamente, la sensación es borrosa, el tiempo en el que fue dicha también, ya casi no recuerdo a aquella que lo dijo y lo escribió después, tampoco tengo ya el diario para precisarlo.

No camines junto al abismo de nuevo! Me advirtió más de una voz, pero la tentación era muy grande. Caminar cerca del acantilado como que siempre aporta el más violento empuje de deseo de saltar de nuevo. Lo único que tenía en ese momento, lo único que tenía para comenzar a escribir nuevamente era lo que no sabía, la incertidumbre total. A lo mejor siempre fue así pero nunca lo había pensado de esa forma.

Comenzar a escribir desde la incertidumbre, es arrancarte los ojos y descubrir el mundo a ciegas. El mundo, sigue siendo el mismo que siempre has habitado, los mismos espacios, los mismos objetos, las mismas personas, la diferencia radica en que ahora mi atención no se fija en lo que yo creía conocer o reconocer de aquel mundo, sino en todo lo que ignoro de él.

No se precisar en qué momento mi escritura nuevamente cambió, vamos… ni siquiera sé en qué momento yo me transformé. No sé quién transformó a quien, no sé si el acto mismo de escribir me transformaba, me constituía a mí, o era yo la que transformaba a mi escritura. Justo en éste cuestionamiento ronda la importancia que tiene para mi el escribir. A veces pienso que escribo como para convencerme a mi misma de lo que creo, pienso, y siento, escribo “para darme valor”. Es como si surgiera en la escritura una identidad en la cual me reflejo y me confronto y trato de reconocerme. Gilles Deleuze se refiere a la escritura de sí, como una escritura de la singularidad personal:

escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías. […] la literatura sigue el camino inverso, y sólo se plantea descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que no es en absoluto una generalidad, sino una singularidad en el más alto grado: […] la literatura no empieza más que cuando nace en nosotros una tercera persona que nos despoja de poder decir Yo.[1]

Si escribir es poder despojarse de ese Yo, ese Yo que de manera común defendemos como nuestra construcción más original pues presuponemos que se trata de esa sustancia casi etérea que nos caracteriza como personas únicas, nuestra “esencia”, argumentarían los fenomenólogos, el lenguaje se encarga de universalizarlo, porque nada más común entre nosotros y nada más impersonal que el mismo lenguaje; ese código que nos permite nombrar al mundo y darle existencia. Pablo Fernández Christlieb define a la afectividad como aquella parte de la realidad que no tiene nombre, cayendo por lo tanto dentro de esta definición tanto los llamados sentimientos de carácter individual, como una serie de otras imágenes no interiores a los individuos, sino exteriores y situadas en la cultura y en la historia, razón por la cual toda afectividad la considera como simbólica y colectiva desde el momento mismo que tratamos de definir esos afectos asignándoles un nombre, aunque la mayoría de las veces nos queda claro que eso que estamos sintiendo es todo, menos lo que estamos diciendo. Sin embargo, también es innegable que una cierta tranquilidad nos invade cuando sabemos el nombre de una realidad, es como si domináramos en cierta medida. Dar nombre es caracterizar, enmarcar, delimitar, tener en cierto grado bajo control, es tratar de estabilizar las sensaciones que nos perturban, en otras palabras: el lenguaje es lo que nos permite tener contacto y soportar lo real del mundo.

Ahora bien, si esto es el lenguaje, qué implica y cómo puedo entender entonces la acción de escribir.

Hay un precepto de Wittgenstein que menciona, lo que no podemos decir o demostrar también debemos mostrarlo.

Este precepto lo puedo explicar reconociendo, en primer lugar, un conflicto con el lenguaje y el conocimiento, su insuficiencia y el constante no-saber, la imposibilidad de conocer lo real del mundo y atraparlo con el lenguaje y/o demostrarlo en imágenes. Cuando el lenguaje y la imagen explicitan la imposibilidad de expresar lo real, la escritura en el sujeto aparece para desplegar su valor mostrativo, “aquello que no cesa de escribirse” diría Lacan.

Uno puede hablar, gritar, desgarrar el aire, pero eso no deja huellas, o en todo caso se evaporan; pero escribir… escribir es sellar un contrato con el tiempo, anotar, ¡hacerse notar! Escribir, deriva de inscripción, que a su vez significa trazar, grabar en algún soporte para preservar la memoria de una persona, alguna cosa o suceso importante.

Escribir es entonces inscribirse en la memoria, en lo simbólico, pero también, de algún modo, es la incisión más real de nuestro deseo. En la escritura siempre está latente el abismo al vacío ante la imposibilidad de expresar lo real, y ante la búsqueda de respuestas tal parece que lo único que se esclarece es la ausencia de certezas.

29 de enero 2006 
Alguien me escribió:

Ella tiene un pequeño defecto, ha aprendido a vivir negando su deseo de modo que, para ser tiene que dejar de ser (…) Te daré un dato más, todo esto que digo ella lo va a negar, es su naturaleza de negación recuerda que, ella Es, en la medida en que se niegue.

¿Ser? Tal vez hasta ese momento había escrito y comprendido mi escritura desde la seguridad que te da decir Soy, pero comenzar a escribir desde el no ser…?  Qué sería eso? En nombre de quién escribía entonces desde aquel día que me dijeron esas palabras.

Pero más que esas palabras, fue lo que aconteció después lo que vino a refrendar la duda.

Me despojé de nombres y de roles, dejé de esperar nada a cambio lo único que sentía en ese momento y hasta la fecha era la falta, su falta. Escribir y vivir desde la incertidumbre del no ser es tener más o menos claro que tu escritura no puede ser un espejo, porque escribir desde ese lugar, casi siempre a lo que te conduce es a enfrentarse a un rostro desconocido. Escribir desde la incertidumbre del no ser es cederle el paso al silencio al no saber cómo nombrarlo y cómo nombrarte, buscar en los restos de una memoria, construir sobre las ruinas y con los escombros de tu muerte nuevos caminos. Es la insistencia en no dejarse olvidar.



[1] Citado por George Didi – Huberman, 2008, pág. 26


2.2 De la escritura al dibujo



1 de mayo 2006
… si, si, ya lo sé, sé que todo es simulacro, poco más que antifaz; pero creer y saber no suelen conjugarse con igual densidad (…) Por propia sobrevivencia, más vale que te vayas inventando otra historia Erika a fin de cuentas hay más de una forma de querer. (D.P)


Desde esa fecha hasta el día de hoy, no cesa de escribirse la escritura de una falta, de una pérdida que nunca tuvo lugar pero que fue necesaria para dar  lugar a un nuevo sujeto, y a su vez experimentar una nueva forma de escritura: el dibujo.

Durante los siguientes años continué escribiendo mis diarios, poca fue la producción de imágenes que realicé. Sin embargo, escribí acerca de la producción que había hecho años anteriores. Durante éste tiempo no se precisar si descubrí, o más bien inventé, una estrecha relación entre los textos de mis diarios y mi producción. Pero fue hasta mediados del 2008 que, sin darme cuenta, cada vez escribía menos líneas en mis diarios y dibujaba más. Sin duda… mi forma de producir había ya cambiado, y paradójicamente, mi visión del mundo y forma de vida, también.

Anteriormente, eso de enfrentarme al papel en blanco me provocaba una especie de paranoia, me inmovilizaba. No conforme con la resistencia que me representaban los materiales (que entre más finos y caros, parecían más sagrados), coexistía en mí la idea del “hacer bien” una imagen, esos códigos que tenemos naturalizados y que inconscientemente subyacen al momento de ponernos a producir o de criticar una obra. Mi dibujo entonces se volvía para los otros complaciente (decían algunos), y yo sólo tenía que conformarme con ver en ellos no precisamente la que era, sino la que me gustaría ser, sin hacerme responsable y darme cuenta todavía en ese tiempo que, no se actúa diferente porque se piensa diferente. Son mis actos los que me fundan y no yo a mis actos; son mis obras las que me proporcionan un “estilo”, y no mi “estilo” el que crea mis obras (Cohen, 2004, pág. 29)

El acto de dibujar ha llegado a convertirse en una especie de hábito y manera de escribir mi historia, tal vez ahora de una manera más real desde el momento de que es en el papel donde comienza mi traza, y si bien es cierto que no me reconozco enteramente en lo que hago, estoy segura que mis trazos son el único índice verificable que tengo de mi singularidad y existencia.

El filósofo y poeta judío Jabés, expone que escribir es escribir-se, es decir, rehacer primero, pero en sentido contrario, el camino seguido por el pensamiento; es volver a llevar el pensamiento al objeto mismo de su pensamiento (Jabés, 2008, pág. 43) es decir: la falta. Esa incisión, que es la escritura y el dibujo, esa inscripción que hace efectiva una huella y una marca, no es precisamente una continuidad del objeto o del sujeto perdido, sino más bien de lo que nos habla es de su ausencia. En otras palabras, esa incisión por lo tanto, es solamente lo que subsiste del objeto y lo que pone de manifiesto que el objeto no está perdido, sino que el objeto es la propia falta, y que es precisamente a ésta falta a lo que como sujeto me aferro creando así un campo de deseo y la estrategia para decirme de otra manera.

Siendo así, el dibujo como una estrategia para escribir-se, introduce un registro que se sitúa más allá de la apariencia sensible; se introduce en un registro que es el de lo simbólico. La identidad y la singularidad ya no se basan más en la mera apariencia, es decir, en lo imaginario, sino en su significante.

Lo anterior, lo puedo tal vez ejemplificar mejor con el concepto de rasgo unario de Lacan, remitiéndose al trazo, a la línea de palotes que el cazador trazaba en la pared de la gruta o en una costilla de un animal prehistórico. Se supone que cada trazo representa un acontecimiento que se repite: la matanza de un animal. Cada trazo remite a un acontecimiento que en si mismo fue único, pero si se suman los trazos como línea de palotes es que el trazo representa un acontecimiento supuestamente idéntico a los demás. Así pues el trazo reúne la unicidad del evento, pero a la vez, su identidad con otros.

Aquí es donde valdría la pena detenernos en el sentido de esa palabra: identidad. Donde según el diccionario nos remite a: Calidad de idéntico. Conjunto de circunstancias que distinguen a una persona de las demás. En éstas definiciones se nota en seguida la ambivalencia del término. ¿Cómo uno podría ser a la vez idéntico y distinto de los demás? Sin duda, es ésta una de las paradojas de la representación significante, es decir, del rasgo unario. Con lo anterior expuesto, la noción de identidad conlleva entonces a reconocer un conjunto, pero también lo de reconocer a un individuo dentro del conjunto y esto se construye según dos ejes que se entrecruzan: Un eje imaginario, en el que el yo se mira y se toma por la imagen del semejante como si fuera su propia imagen en el espejo y, un eje simbólico, en el que el sujeto recibe las marcas del reconocimiento del Otro bajo la forma de un significante ideal al que él tiene que conformarse para ser amado. Así pues, la identidad del sujeto procede siempre del otro, del otro imaginario y del Otro simbólico.

Con lo anterior, podemos intuir entonces que si escribir es moldear la imagen en lo más profundo de nuestros deseos y de nuestras dudas (Jabés, 2008, 47) el dibujo como acción de escribir-se es, además de la incisión más real de nuestro deseo, la aparición del doble, pero desconocido, el lugar donde el objeto de deseo es la falta misma, y de algún modo, el lugar entonces donde se puede constituir un sujeto al enfrentarse con el fantasma que a construido en torno a esa falta.



2.3 Los diarios visuales

Noviembre 22 2009
Es cierto que para poder realizar un sólo trazo es necesario pensar en caminos desconocidos, en encuentros inesperados, en despedidas que hace tiempo se ven llegar, en días de infancia cuyo misterio no está aclarado aún, en días sitiados por la lluvia que a veces tiene un sabor salado, en noches de viaje, y aún así yo diría, no es suficiente saber pensar en todo esto. Es necesario aún, haber permanecido sentado junto a los muertos en la habitación, con la ventana abierta y el silencio llegando a golpes. Es necesario tener recuerdos…y aún así…tampoco basta con tenerlos. Es necesario saber olvidarlos también cuando son muchos, y tener la paciencia de esperar a que vuelvan en mirada, en gesto, esperar que regresen ya sin nombre y no se les distinga de nosotros mismos, hasta entonces tal vez, surgen los primeros trazos ya sin tanta angustia. (D.P)

¿quién dijo que hacer un diario supone la búsqueda de la placidez?
A mediados del 2008 comencé a experimentar y a practicar de manera más consistente el dibujo como una nueva forma de escribir-me. Así que paralelo a mi diario personal (que al parecer cada vez contiene menos líneas), mis “diarios visuales” inauguraron un espacio en el cual mi insistencia, de alguna manera, era no dejarme desaparecer, descubriendo así en el dibujo el camino que permitiría singularizar mi falta.

No sería difícil ponernos de acuerdo en definir un diario como, la práctica de un registro de un sujeto frente al fantasma que se ha construido de su falta y de su relación con el mundo, sin embargo, la manera en cómo puedo definir más específicamente a mis diarios visuales es, como un instrumento a través del cual, cada marca, cada trazo, lucha por convertirse en un índice de mi singularidad, y digo lucha, porque durante mucho tiempo había tratado de cancelar todo lo aleatorio que pudiera aparecer en mis dibujos, cualquier accidente que evidenciara no tener el control sobre los materiales y las herramientas. Durante años aprendí a controlar mis impulsos y a ser complaciente, imponiéndome yo misma límites al despliegue de mi expresividad, condicionada por un deseo imperioso de aceptación y reconocimiento, al principio, tal vez por parte de mi padre y después por parte de todos aquellos seres que yo creía de certezas. Despojarse de esa dinámica no sólo al dibujar, sino como forma de vida, cuesta trabajo, puesto que implica salirse de ese espacio de seguridad y confort que me proporciona el ser aceptada por los otros aún, a veces, a costa de mi propia negación y de ceder en mi deseo.

En mis diarios visuales, la construcción de cada una de las imágenes implica el afán de testimoniar un tiempo y construir otro distinto. En ellos no encontrarán una galería de retratos, se trata, más bien de gestos, actitudes, gritos, de tácticas de las cuales los trazos han sido el instrumento para mostrar la vida en juego, con esto no pretendo decir que ha sido allí figurada o representada, sino que, de hecho, su libertad, su desventura, su mutilación, muchas veces aun su muerte y, en todo caso, su destino, han sido allí, al menos en parte, decididos.

Por lo tanto, al no tener la intensión de representar o reconstituir en mis dibujos una experiencia específica en sí (o por lo menos no de manera consciente), en ésta ocasión me permití ser más condescendiente conmigo misma, y en cierto sentido, intentar dejar de ser la pretenciosa aquella que a través de sus imágenes pretendía mostrarse como una persona “inteligente”. De ésta forma, cualquier sensación, cualquier vivencia, canción, lectura, recortes de imágenes o circunstancias por intrascendentes que parezcan, han sido pretextos para desencadenar la creación de las imágenes que constituyen mis diarios visuales, de alguna manera he intentado colocarme ante el proceso creativo y ante los materiales mismos, en una posición más reactiva.

El tiempo de mis diarios visuales no es secuencial, con esto quiero decir, no es lineal. Ya que la producción de las imágenes a veces se remiten a fechas específicas de mi diario personal y en otras ocasiones al mismo día de su creación. Es decir, los diarios visuales, de alguna manera tienen la posibilidad de atravesar todo, tiempos y espacios se conectan entre sí, pero no a partir de temáticas específicas o de un modelo jerárquico y de continuidad, sino de una manera más libre y aparentemente desordenada. Tal vez valdría la pena para ejemplificar esto que trato de decir, utilizar la metáfora de rizoma, que en biología, es considerado como un tallo subterráneo con varias yemas que crece de forma horizontal emitiendo raíces y brotes herbáceos de sus nudos. Deleuze y Guattari, en éste mismo sentido es que retoman el rizoma como la posibilidad de un modelo organizativo y epistemológico con los siguientes principios:
Principio de conexión y heterogeneidad, según el cual cualquier punto puede ser conectado con cualquier otro, conformando más bien una red que una estructura jerárquica articulada por un tronco.

Principio de multiplicidad, según el cual no hay una unidad central que sirva de pivote o raíz. Ningún objeto ni sujeto específico.

Principio de ruptura asignificante. Un rizoma puede ser roto, interrumpido en cualquier parte, pero siempre recomienza según esta o aquella de sus líneas, y según otras. No hay tronco que cortar.

Principio de cartografía y calcomanía. Un rizoma no responde a ningún modelo estructural o generativo. Es ajeno a toda idea de eje genético, como también de estructura profunda. [...] El eje genético o la estructura profunda son ante todo principios de calco reproducibles hasta el infinito. La lógica del árbol es una lógica del calco y la reproducción. [...] Muy distinto es el rizoma, mapa y no calco. [...] El mapa es abierto. [...] Contrariamente al calco, que siempre vuelve a “lo mismo”, un mapa tiene múltiples entradas (Deleuze y Guattari, 2006, p.p 17-18)

El poeta estadounidense Jack Kerouac no pudo haber expresado mejor la característica del rizoma al decir que éste tiene como tejido la conjunción “y...y...y”.
Así mis diarios visuales, al igual que el rizoma, no empiezan ni acaban, siempre están entre las cosas, siempre están en el medio, por lo cual no me presupongo en ellos como un sujeto individualizado, separado y distinto de la realidad, sino al contrario, inmerso en ella, que a la par que la construyo me constituyo a mí misma, y entiéndase no en el sentido de que al decir “me constituyo como sujeto” aparezca con ciertas características que me definan o como una realidad sustancial, concreta y presente en alguna parte, por el contrario, si algo soy, soy sólo aquello que resulta del encuentro y del cuerpo a cuerpo que voy teniendo con los dispositivos de mi cotidianidad. Y eso que resulta de cada encuentro, eso que resta, sin duda, es cada trazo, cada línea, cada mancha, cada pegote, cada tachadura, cada letra que albergan mis diarios.

Justo es aquí donde se pone de manifiesto entonces un acontecimiento: dibujar.

Deleuze expone que un sentido-acontecimiento es el verbo, aquello que expresa una relación (en éste caso la de un sujeto y su encuentro con el mundo), pero éste acontecimiento al ser un verbo, una acción, es por lo tanto un efecto, que carece de entidad física (porque no es una cosa en sí, sino algo que pasa), pero que sin embargo, se manifiesta en la superficie (concretamente la huella en el papel de una herramienta y material)

Por lo tanto, mis diarios visuales, al igual que el sentido-acontecimiento de Deleuze tienen dos modos de existencia. Uno es virtual, impersonal, neutro como una casilla vacía o el verbo infinitivo dibujar, aun no conjugado en una persona y en un tiempo. El otro es actual y remite al momento presente en que ese virtual se actualiza, es decir, se efectúa en circunstancias concretas y bajo un punto de vista, garantizando así al espectador una multiplicidad de sentidos bajo una misma perspectiva: mis diarios.

Para mí, tal vez el sentido de mis diarios visuales no está en cada dibujo en sí, sino en la acción misma de dibujar, ser testigo de mi propia falta en cada resto, en cada huella que con mi acción queda manifestada en la superficie del papel. Es por eso que en cada uno de mis dibujos no puedo más que permanecer incumplida y no dicha.


2.4 Las viajeras


De un par de años acá me he hecho el hábito de cargar en el bolso una libreta parecida a la de los diarios, sólo que a diferencia de éstos, en éstas libretas, a las que he llamado “las viajeras”, los dibujos son mucho más inmediatos al realizarlos de los lugares por donde suelo transitar, viajes, visitas a museos, iglesias (que dicho sea de paso hay quienes piensan que son como museos) etc. Estos dibujos, regularmente hechos con estilógrafo por la practicidad de la herramienta, sin duda evidencian a través de mis duros trazos y las tachaduras que hay en ellos, mi incapacidad para dibujar como yo quisiera hacerlo.



Es curiosa la relación que he ido construyendo con “la viajera”, porque a lo mejor como muchas veces suele suceder con otro tipo de relaciones, mi afección con ella comenzó siendo casi, casi en un sentido meramente utilitario, necesitaba un lugar donde habilitar mi mano para desarrollar ciertas destrezas en eso del dibujo, sin embargo y sin saber en qué momento, “la viajera” se ha convertido en una especie de facilitadora, de contenedora de tiempos, lugares, experiencias y palabras dichas.


Al descubrir la bondad de éstas libretas poco a poco he ido transformando mi relación con ellas, de alguna manera mi intención es ya sin duda registrar un tiempo, un tiempo que seguramente después me hará falta (porque no sé por qué, pero casi siempre, por una extraña razón vemos el pasado, el tiempo ido, con añoranza y melancolía, con sensación de pérdida) por lo tanto, la importancia de dibujar en “la viajera” ya no radica en intentar dibujar como son las cosas, sino en el registrar, de algún modo, como serán al dejar de ser.

Ouspensky al igual que Borges, en varias de sus obras exponen que el presente en sí no existe. No es un dato inmediato de nuestra conciencia. Por lo tanto, para efectos de ejemplificar el acontecimiento de dibujar en “la viajera”, podemos pensar el presente como una especie de entidad abstracta que sólo la memoria es capaz de hacer aparecer transformada en experiencia, en la cual el sujeto, los objetos y los lugares que participan en ella, se forman y transforman el uno a través del otro. ¡Una señal de que estoy viva! Una memoria que me remita al pasado como tal, como irreproducible.

Si sólo siguiera viendo en “la viajera” un espacio donde ejercitar la reproducción de los objetos, de los lugares, no habría relato, no habría desplazamientos, movimiento; y si no hay movimiento, no hay tiempo ni espacio, y sin ambos, no hay memoria, no tendría historia, no tendría identidad ni la singularidad que me dan mis recuerdos.

Puedo decir entonces, que cada dibujo albergado en éstas libretas se convierten también, al igual que los diarios visuales, en testimonios de mi transitar por un tiempo y un espacio, convirtiéndome por lo tanto, a la par que mi libreta, en una especie de viajera en donde después de cada camino recorrido e ir de regreso, es prácticamente imposible que retornemos igual.


Los Registros: Memoria de una falta




En el vacío hay memoria: es el recuerdo de algo que nos falta.
En cierto modo el amor es el recuerdo de todo aquello hermoso, sublime, asombroso, que no hemos tenido y que encontramos en un rostro, en un cuerpo, en una voz.

Mauricio Molina


Desde que tengo uso de razón, me recuerdo recolectando todo tipo de objetos con apariencia de innecesarios, cajitas, frasquitos, fotos, cartas, boletos de cine, hojitas, varitas, hilos, telas, etiquetas, servilletas de papel, milagritos, bolsitas secas de té, diarios, apuntes y palabras recogidas en el café, tickets de museos, del supermercado, muñecas, pétalos de flores muertas, libros, bolígrafos que ya no sirven, perfumes vacíos, envolturas de todo tipo. Tal pareciera que todo objeto, en la perspectiva femenina, es susceptible de ser recibido en un interior que lo espera (Anzieu Annie, 1993, pág. 81) . Difícilmente me podría deshacer de ellos, porque en ese mismo sentido me desfiguraría a mí misma, el recuerdo vive en el cuerpo de las mujeres[1]. Uno se constituye de recuerdos, y con esto no quiero decir que necesite de la presencia o la reconstrucción de aquel tiempo ido (o del que está por partir), de “llenar” o sustituir una ausencia, uno necesita a sus recuerdos, no a sus recordados. Necesito una memoria viva, no un archivo muerto porque olvidar algo o a alguien (por muy penosa que haya sido la experiencia), significaría negarme a mi misma.

Todos los objetos como vestigios dejan la apariencia con la que fue percibido un tiempo, un acontecimiento, un encuentro, pero eso… ya habrá sido. De algún modo, al recolectar todos éstos objetos se pone en manifiesto una preocupación por consolidar los acontecimientos cotidianos, localizar, reunir y preservar eso que de alguna manera me ha constituido, volverme su guardiana.

Desde ésta idea fue entonces que decidí llevar a cabo una serie de registros de algunas de mis prácticas más significativas de mi cotidianidad, como estrategia para desde ahí poder mirarlas y reconocer mi hacer, eso que me da una forma de ser.

Registrar es indicar, poner una señal, hacer énfasis en “algo” que es imperceptible, es de algún modo resguardar para constar una existencia. Por lo tanto, registrar es transformar en fenómeno lo cotidiano, poner una marca en el tiempo e inscribirse en él y no desaparecer a través del deseo.

Los registros llevados a cabo como parte de mi producción artística, a excepción de uno de ellos en donde el registro consiste en reunir los restos de varios de mis dibujos rotos, los tres restantes han consistido principalmente en la organización de una serie de huellas de varias acciones realizadas, como por ejemplo, la de mis labios dejados en trozos de papel rotulados con la fecha, las huellas hechas por una bicicleta al realizar un recorrido que regularmente realizo en coche, y la inscripción fechada diaria de dos palabras contenidas en cápsulas.

De ésta manera, tengo la idea de que la recuperación de restos, junto con la organización de diferentes huellas que voy dejando en mi paso cotidiano, podrán, en una suerte de mapa, dar pistas de la manera de cómo me muevo y me asumo en el mundo y con los otros.

A partir de éste capítulo, los restos después de haber sido acumulados como evidencia, susurrarán una historia y yo habré pactado entonces memoria con una falta.


[1] ibid


3.1 Schneider. Quién corta, quién cose



Enero 4 2007
Jueves, hoy es jueves y aún no termino ningún trabajo [...] Ideas muchas, pero ninguna imagen soy capaz de expulsarla de adentro. El asunto es así: tengo la idea y mas me entusiasma cuando encuentro que está íntimamente relacionada con algo que me afecta gravemente en éste momento y sé de antemano que gritándolo probablemente tendría algún alivio. […] Tendría yo creo que dejarme llevar, no buscar; pero no! esa obsesión mía de vivir buscando el sentido a todas las cosas, angustiada, ansiosa, a veces es ya insoportable […] Luego, cuando estoy frente al espacio en blanco una especie de pánico se apodera de mí, me paraliza, y como en todo, aparece ese miedo a enfrentarme a lo desconocido, es como cuando también me dan ganas de mandar a todos a la chingada y siempre acabo mesurada, diciendo casi, casi entre susurros lo que antes quería gritar. Lo mismo sucede en mi dibujo, y me doy cuenta, y me desespero de mi incapacidad.
Vaya descubrimiento! Yo dibujo mi incapacidad… (D.P)

Ese día rompí todos mis dibujos, y como era de suponerse, a la mañana siguiente me sentí trastocada por tal acción. No había remedio, y no se me ocurrió otra cosa que recoger cada uno de mis restos y echarlos en una bolsa. Pasaron los días y no me decidía a tirarlos a la basura, y así como otras tantas cosas, mis restos los dejé en orfandad olvidados en “la bodega”.

A mediados del 2008 noté que mi forma de producir ya estaba cambiando, cada vez me angustiaba menos el cubrir con las expectativas de los que sabían y las propias. Comencé a dibujar por puro deseo, de una manera más lúdica, sin esperar nada a cambio más que la mera satisfacción de trazar y manchar. Eso que llamaba “errores” pasaron a formar parte de la obra, ya no estaba dispuesta a borrarlos, a disimularlos, ellos también formaban parte de mi, de mi singularidad[1]. Intenté comenzar a ya no negarme (que no es lo mismo que cambiar, en todo caso sería mostrar), desde entonces no han parado mis intentos de asumirme como responsable de mis actos, de mi hacer y de mi manera de ser. Era necesario iniciar una tregua con Erika. 

Fue entonces que comencé la enmienda con mis restos, con esos fragmentos de dibujos rotos, cosidos y rotulados cada día que hacía la labor.


[1] A Deleuze le gusta pensar la singularidad a partir de ésta idea de Leibnitz… Para percibir el ruido de las olas debemos percibir cada una de las gotas de agua que las componen. Ese imperceptible ruido, sólo en unión con los demás, es decir, en el estrépito de la ola, es perceptible, y no lo sería si la gota en cuestión no fuese única. Esto indica que el ruido de cada gota debe tener una impresión sobre nosotros, por pequeña que sea, pues de lo contrario la suma de las innumerables gotas no produciría ningún sonido. A lo que Deleuze agrega: es deseable que las diferencias se unan, pero no que sean unificadas. 



3.1.1 La técnica del Tejido




Freud apuntaba en uno de sus ensayos acerca de la femineidad que el aporte más grande de la mujer hecho a la cultura había sido la invención del tejido. Y me parece que en éste momento me sería útil retomar aquella cuestión freudiana de la invención femenina del tejido para poder explicar en qué consistió la técnica que apliqué al hacer un vestido con los fragmentos de aquellos dibujos rotos.
La trama, en el mundo de los sastres y las costureras, se refiere al conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la urdimbre, forman una tela. Y desde mi experiencia, lo más placentero de tramar es vivir la construcción de la trama, es decir, tejer fragmento tras fragmento, recomponer una textura, redescubrir los valores de los colores monocromáticos, imaginar cómo será, hasta llegar al todo final... construir, como quien dice, la trama materialmente desde su disposición interna, la ligazón entre las partes, su contextura.

Partiendo de ésta idea, fue como me di a la tarea de comenzar a tramar con los fragmentos de mis dibujos rotos, para conformar lo que serían los lienzos con los que haría mi vestido. Fui uniendo uno por uno de los fragmentos con la intervención de hilos y una máquina de coser, ya que varios de ellos al ser trozos de papel con una determinada dureza, necesitaba de la ayuda de una herramienta que me permitiera perforar más fácilmente el material para poder introducir el hilo.

Los fragmentos de los dibujos, al ser precisamente eso: fragmentos, restos, cada uno de ellos contaban con un sin fin de formas irregulares, lo cual permitió que al irlos uniendo con los hilos se fuera conformando un entramado irregular, con flujo, con vacíos pendiendo de un hilo solamente.

No tuve la necesidad de preocuparme por que combinaran en su conjunto las huellas dejadas por los carboncillos y las tintas de los restos de mis dibujos, ya que siempre me ha caracterizado la monocromía al realizarlos, una escala que va del negro al gris más tenue y uno que otro toque de color sepia, transgrediendo quizá algunos de ellos con trazos y manchas de color rojo o sanguina. Los lienzos estaban hechos, ahora era momento de comenzar a darle forma.

 
Tomé mis medidas, que por cierto, fue una suerte haber contado con una gran cantidad de dibujos que me alcanzaran para abarcar toda esa masa voluminosa que es mi cuerpo, y entonces comencé la tarea de ir uniendo esos pequeños lienzos ya hechos, de tal manera que fuera dándole forma ya al vestido. No hice moldes, nunca supe hacerlos en mi negativa de aprender de niña a coser ante la demanda de mi madre, pero principalmente de mi abuela, como un requisito indispensable de lo que debería de saber hacer una mujer, sin embargo, intenté hacer mi mejor esfuerzo en eso de los menesteres de la costura, significaba de alguna manera mi reivindicación dentro de la cultura y la tradición.

Cada día de la labor, rotulaba con la fecha los fragmentos de los dibujos cosidos ese día, de algún modo era como ir registrando el tiempo que se llevó hacer la enmienda.

No cabe duda que mi vestido era especial, pues estaba constituido por un conjunto de cualidades intrínsecas en sus materiales y su hechura: faltas, huellas, vacíos, tradiciones, tiempo, reivindicaciones… todo ello tejido, ¡un texto listo para mostrarse! Roland Barthes lo anunció texto quiere decir tejido (Barthes, 2007, pág. 104). Al elaborar éste vestido desde su entramado, no hice más que trabajar un entrelazado perpetuo sin principio ni fin. Perdida en ese tejido, esa textura, me deshice en él como cuando Aracne fue convertida por Atenea en araña muestra de su piedad ante su insensatez, permitiéndole de ésta manera, hacer por toda la eternidad lo que más le gustaba: tejer.
Algo de lo que fue Aracne, también siguió persistiendo en cada segregación que hacía su cuerpo convertida ya en araña al momento de constituir cada día su tela.
Pero qué más daba…  Aracne ya estaba redimida. 


3.1.2 El vestido: Mostrar – cubriendo. La exhibicionista.



Si hay que decir adiós, se dice
Si hay que llorar, se llora
¡Todo tiene su tiempo!
Hoy
Con la aguja de mi reloj
con las puntadas del esfuerzo
el amor
los besos
con el hilo vivido
tejo
¡Este es mi tiempo!
Mañana
Con las mismas agujas
con las mismas puntadas
con el mismo hilo
con toda mi voluntad
mi pericia y mi cuidado
tal vez, como Penélope, desteja.

                               Marta Eugenia Rojas



Nada más real en nosotros que nuestro cuerpo.
Pero si lo real es eso a lo que no tenemos acceso… ¿qué conocemos entonces de él, de nosotros? si acaso el reflejo que nos constituye, he aquí que ahora todo sube a la superficie […] Lo más oculto se ha vuelto lo más manifiesto […] el plano de los hechos se juega en la superficie del ser (Deleuze, 1989, pág. 31) y somos percibidos en ella.

En la superficie dice Deleuze, es donde el atributo es expresado, pero

el atributo no designa ninguna cualidad real…, es, al contrario, expresado siempre por un verbo […] cuando el escalpelo corta la carne, el primer cuerpo produce sobre el segundo no una propiedad nueva, sino un nuevo atributo, el de ser cortado. Esto quiere decir que no es un ser, sino una manera de ser… Esta manera de ser se encuentra en algún modo en el límite, en la superficie del ser y no puede cambiar la naturaleza de éste […] es pura y simplemente un resultado, un efecto (Deleuze, 1989, pág. 29)

Al comenzar la enmienda, tenía ya en claro que mis esfuerzos ya no irían dirigidos a intentar cambiar, sino más bien a mostrarme, a mostrar mi incapacidad, mi falta. Pensé entonces que coser un vestido con mis restos era la mejor táctica que tenía para ello, porque paradójicamente, es el vestido el que se encarga más bien de cubrir y no mostrar lo real del cuerpo, eso que nos es insoportable.

Lacan concibe el cuerpo desde un triple punto de vista:

real, cuando el cuerpo es el asiento de las sensaciones, el deseo y el goce (el cuerpo que siento); imaginario, cuando su silueta se impone como el prototipo universal de todos los objetos creados por el hombre (el cuerpo que veo), y simbólico, cuando el cuerpo es la suprema metáfora de la vida, e inversamente, la fuente inspiradora de miles de metáforas del lenguaje humano (el cuerpo que nombro). ( Nasio, 2008, pág. 157)

El cuerpo, como objeto real, está cubierto por el vestido el cual permite proyectarlo en un cuerpo como imagen, es decir, el vestido es regularmente el que ejecuta una operación que consiste en cubrir lo real del cuerpo por lo imaginario; pero en mi caso, sucedería a la inversa yo cosiendo un vestido con los restos de mi falta para cubrir mi cuerpo, estaba más bien mostrando – cubriendo, al sacar a la superficie lo más real que como sujeto tengo: mi falta, causa de mis deseos, pero también de mis desdichas. Era evidenciar mis carencias, mostrarme como sujeto incompleto.

Pero… ¿Dónde termina mi cuerpo? y ¿dónde comienza el vestido?, la pregunta sería, ¿dónde está el límite? ¿existe tal límite?, al cubrirme con el vestido que elaboraba con los restos de mi falta como su instancia constitutiva, ¿no de alguna manera le daba a mi cuerpo la oportunidad de continuarse, expandirse en el espacio?
 
Curiosamente, para Deleuze, el pliegue, más allá de su funcionalidad en un vestido lo propone desde un espacio teórico, y justo aquí, considero que su planteamiento me ayudará para tratar de explicar las preguntas antes planteadas.

Deleuze propone la idea de pliegue a partir de la lectura que hace de Leibnitz y las formas del barroco. De alguna manera lo que expone con éste concepto es que hay dos “pisos” uno referido al plano material, al mundo corporal y perecedero, (el cual podría quedar ejemplificado en éste caso por el propio vestido que cubre al cuerpo), y el otro, referente al plano espiritual y eterno (eso real a lo que no tenemos acceso, “la esencia interna” dirían lo fenomenólogos). En el primero habitamos todos materialmente, y en el segundo, estamos conectados por medio de nuestro conocimiento, y éstos dos “pisos” no se encuentran separados de manera ideal, sino que es el mismo mundo replegados en sí mismos, ambos están conectados por el pliegue.

Trataré de desbaratar un poco este aparente nudo.
Deleuze se refiere en primera instancia al pliegue como una especie de “envoltura”, por lo que entonces podríamos entender al acto de replegarse como un acto de “envolverse en sí mismo”, un acto como lo llama: de inclusión. Lo cual hasta aquí suena lógico si tenemos en cuenta que incluir significa implicar, cuya etimología deriva del latino implicare que a su vez significa “estar envuelto”.

Ahora bien, justo cuando Deleuze expone que ambos “pisos” no se encuentran separados, sino que es el mismo mundo replegados, y que es nuestro conocimiento el que nos permite establecer contacto con ese mundo espiritual y eterno (que dicho sea de paso, no habría otra manera puesto que el mundo inteligible es perfecto pero inalcanzable), considero oportuno retomar el concepto de mónadas de Leibnitz para poder entender desde dónde probablemente Deleuze expone la idea anterior.

Las mónadas para Leibnitz son las substancias indivisibles por las que está compuesta la realidad, cuyas unidades tienen la característica de ser incomunicables entre sí, al ser cerradas y no poder percibir nada de fuera, puesto que no tienen ventanas y no tienen partes, sin embargo componen un universo coherente porque éstas, al haber sido creadas por Dios, tienen una armonía preestablecida (no nos extrañe ésta concepción, hay que recordar cómo aparece la intervención de Dios en la realidad en todo el pensamiento del siglo XVII). En otras palabras, con el concepto de mónadas, Leibnitz viene a traducir la materialidad del mundo, con su visión matemática y con su conexión con aquel elemento espiritual o anímico donde habita Dios.

Pero además, éste filósofo apunta algo que es primordial respecto a las mónadas y que después reinterpreta Deleuze como eje fundamental en su concepto de el pliegue. Dice que las mónadas personales son libres y además tienen conocimiento. Es decir, cada partícula, al haber sido creada por Dios, en cada una de ellas, así sea la más pequeña, se encuentra el reflejo del universo entero.

En pocas palabras, cada una de las mónadas al conocer en principio -aunque sea de una manera parcial, incompleta- el proceso entero del universo, hace que las acciones de cada una de éstas sean entonces el despliegue de sus posibilidades internas, y Deleuze agregaría después, éstas posibilidades “internas” se manifiestan en la superficie y se repliegan, se continúan en el espacio, no como dos cosas distintas pensando en un adentro y un afuera. Lo cual querría decir que en el hombre, la naturaleza no es el límite, sino que el  artificio definiría, de alguna manera, una capacidad de despliegue al infinito.

Por lo tanto, volviendo a la obra en cuestión del vestido, podría decir que, efectivamente, al tener una falta de delimitación entre un arriba y un abajo, un adentro y un afuera entre mi cuerpo y el vestido, entre mi cuerpo y su superficie, el vestido más bien entonces me desdobla, prolonga mi cuerpo, se pliega al espacio y al encuentro con los otros. Parafraseando a Deleuze: el vestido, hoy más que nunca, estaría liberando sus pliegues de su habitual subordinación al cuerpo.



3.2 Aún
Octubre 15 2006

No he podido hallar la manera de evitar la exacta impaciencia del querer, del quizá y la espera, y aquel recomenzar desde la incertidumbre que es tu signo quizá y tu señal más cierta.
[…] reconozco tus rasgos, tu voz, pero ésta dice otras palabras semejantes a aquellas que dijiste, pero no las mismas.
Me he esforzado en entender […] y sin embargo…
Debo decir que a veces, también, ya no hay palabras, y yo puedo ya permanecer callada sin esa ansiedad de antes que me carcomía cuando llegaba el silencio: Ya no hay nada que temer […] todo en calma, en esta ocasión cada cual ha aceptado su parte, quiero decir, aceptar ser un no haber sido. Nada que objetar.
No es el amor, ya lo sé, y sin embargo… (D.P)



Quién hubiera dicho que el auténtico y genuino hallazgo del amor lo iba a encontrar en un nuevo acto fallido de mi andanza por su ruta.
Sin duda, la vivencia de haber experimentado una pérdida amorosa transforma al sujeto que ha tenido la experiencia. En algún sentido lo traumatiza, es decir, lo marca con un significante que está más allá de sí mismo y lo determina. Sin embargo en mi caso, lo que yo no pude evitar, fue “idealizar” de nueva cuenta a una nueva persona que de manera incomprensible se me reveló “como señal divina” en aquel momento de mi vida en el que parecía que más lo necesitaba, sucedió de forma inaudita, insalvable. En pocas palabras… nuevamente me enamoré y comencé la hechura de aquel otro.
En el proceso confundí de nuevo mi imaginario con lo real. Se me olvidó por un momento (y digo por un momento, porque después se encargaron de recordármelo) que aquel otro era mi propia factura, y que en el enamoramiento nunca hay un correlato real de lo querido. Lo que tenía entonces de nueva cuenta, era la puesta en marcha de un imaginario que intentaba resolver mis fisuras, sólo que en ésta ocasión, acompañado por una gran sensación de angustia ante la posibilidad de experimentar nuevamente la sensación de abandono. La insistencia de la pregunta de, ¿qué soy para el otro? ¿significo algo para el otro? ¿qué quiere el otro de mi para que me siga deseando? no se hicieron esperar.

Hice mil intentos por contestar aquellas preguntas, pero todos fueron fallidos. Pensé entonces darme como un todo, incluso, pensando en todo aquello que me faltó por dar, la idea era no “fallar” de nuevo, pero el silencio y la decadencia hicieron acto de presencia. La incertidumbre y la angustia acabaron por despedazarme, al ser éstos, tal vez, los afectos límite que uno experimenta como efecto de no saber qué objeto se es en el deseo del otro, y al develársenos con el transcurrir de los días, la diferencia fundamental con ese otro, que equivale a decir, al tener un encuentro con una falta… con ese “algo” que creía que el otro buscaba en mi , ese “algo” que a el otro, pensé le hacía falta, y, que desde la fantasmática imagen que construí de él, creía me demandaba completar.

La angustia, no es un afecto cualquiera, sin lugar a dudas, da cuenta del encuentro que tenemos con la castración, descubrir que no tenemos aquello que “completa” al otro, y en ese sentido, descubrirnos a nosotros mismos también como sujetos incompletos. La angustia, es eso ante lo cual caen todas las palabras, el silencio vacío, lo insoportable.

Lacan ya lo decía en uno de sus escritos Amar es dar lo que no se tiene ,y remata diciendo, a quien no lo es. Esto lo comprendí tiempo después, pero mientras… los estragos de la aparente nueva pérdida, era necesario comenzar a tramitarlos.

Ahora pienso que esto sería más fácil, si alguien pudiera decirnos desde el principio: “No estés más angustiada, ya lo has perdido”. La angustia de amor: es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor, desde el momento en que has sido raptado (Barthes, 2004, pág. 38) pero regularmente uno no emprende una relación amorosa pensando desde el principio, en su fin, al contrario! comúnmente la idea que se tiene es que el amor “verdadero” dura para toda la vida.

Luego entonces, para comprender al amor, tal vez ésta vez tenía que partir de la idea de que el amor nada tiene que ver con la verdad. Lo experimentaba en carne propia! No sé si como “verdad”, pero lo que si era un hecho, es que nadie podía negar que me encontraba “afectada” y que ese afecto, en su carácter de real era indescriptible, me disolvía en el objeto causa de mi deseo, Christlieb lo dice acertadamente: el riesgo que implican los sentimientos (entre ellos el amor) es que en ellos hay pérdida del sujeto […] se disuelve la distinción entre sujeto y objeto (2000, pág. 151)

Será acaso entonces, que la angustia de abandono, de pérdida del ser amado, se da más bien, que por el encuentro con la falta del otro en sí, por vislumbrar en ello, primero, mi propia falta al no poderlo completar, y segundo, por la posibilidad de la pérdida pero no de ese otro primordial, sino por la posibilidad de pérdida pero de mi misma?

De algún modo lo que nos aterra entonces, no es la falta, la pérdida del otro, sino que lo que nos aterra es tener una especie de presentimiento de nuestra propia pérdida, de nuestra propia muerte.

Uno cree que ama al otro, sin darnos cuenta que en realidad lo que amamos es nuestra propia imagen que nos refleja el otro, en tanto que construcción nuestra. Tal vez aquí sería oportuno retomar, tal como lo hace Lacan en su escrito acerca del estadio del espejo, el mito de Narciso.

Narciso es el joven que se enamora de sí mismo producto de una condena de Némesis, haciendo que éste se enamore de su propia imagen reflejada en un estanque. La imagen a la que Narciso le hablaba y le decía miles de poemas y por la cual suspiraba no le hacía caso. Narciso en su afán de alcanzarla, de aprenderla, cae al estanque donde se miraba, más bien donde miraba el amor de su vida, y muere ahogado en el intento.

Narciso, como todos, amaba desde lo imaginario, y desde ésta perspectiva del amor como un acto imaginario, podemos encontrar una de sus presunciones más comunes: La reciprocidad. Sólo que continuar bajo la concepción del amor como reciprocidad, por experiencia puedo decir, que generalmente a lo que conlleva es a la frustración, en tanto que nunca vamos a encontrar a alguien que nos quiera como nosotros queremos que nos quieran, por la simple razón que nadie sabe lo quiere, si así fuera, se acabaría el deseo. El amor, desde ésta perspectiva narcisista y recíproca, se vive como diría Lacan, como una de las pasiones del ser, es decir, como un padecer y como un estancamiento en el goce, entendiendo a éste como una suerte de ignorancia de nuestro deseo, en tanto que se busca sólo la satisfacción del deseo del otro. El fundamento del amor narcisista es la carencia de ser, dice Lacan, el cual se dirige al otro, queriendo justificar en él esa existencia para encontrar allí su estatuto.

La idea de encuentro y complementariedad con el otro, es lo que reina bajo la concepción de éste amor, siendo la constante frustración lo que alimenta nuestro goce.

Para sobrevivir prácticamente de ese intento de suicidio, fue necesario transformar, mover mi fantasma que tenía del otro, descubriéndome ésta vez hasta en los reflejos más ignorados, es decir, intentar descubrirme ahora desde el no ser, porque como diría Lacan para que alguna cosa exista es necesario que en alguna parte haya un agujero (Braunstein, 2005, pág. 206) en algún sentido fue necesario “agujerear” el fantasma que me había hecho de él, dar un paso de la ilusión de complementariedad, a la disparidad, al desencuentro y desde ahí intentar fundar algo nuevo, porque el amor pide amor y lo pide sin cesar, lo pide... aún (Lacan, 1981, pág. 57)


Mayo 1, 2006
Escribía: de cualquier forma me hace falta. (D.P)

El amor es una significación (y esto es) un término vacío. El deseo tiene un sentido (...) pero el amor es vacío (Lacan, 1981, pág. 123) Después de experimentar la nueva (aparente) pérdida, ésta vez la vivía distinta, ésta vez descubría el estrecho lazo del amor que hay con el deseo. Comencé a considerar el rescate de éste último, como única posibilidad que me quedaba para poder rescatar algo de lo perdido (incluso a mí misma). Pasar de mi posición de amante a deseante me permitió descubrir que los amores perdidos son los únicos que existen porque nunca existieron y se constituyen a partir de su pérdida. Son objetos y espacios a recuperar, tarea objetivamente imposible, pero que me coloca como sujeto en el campo del deseo en la búsqueda o producción ya no de lo perdido (porque serían simulacros), sino como diría Christlieb, realizar otra vez más el milagro de la creación; hacer aparecer, sin causa alguna, un modo de realidad que antes no estaba. (Christlieb, 2000, pág. 154) Amando más allá de la reciprocidad, esto, lo sentía como posible.




3.2.1 Reaprendiendo El Credo

Julio 2006

Erika no sigas queriendo evitar esta perdida, […] es infinitamente necesario, por sobrevivencia, aprender que de algún modo, todos vivimos de algo muerto, que nada en la vida es gratuito y que lo que no se recuerda se acaba, que hay mil formas de querer y todas ellas muy válidas.
Hoy se acabaron los nombres, los motivos a cuestas, los tiempos precisos y la determinación de un espacio para esto que, al parecer, nunca encontré las palabras precisas para definirlo.
[…] igual y sé que está, como puede estar el aire. (D.P)


“Expresar” el sentimiento amoroso es una “creación” (especialmente de escritura) (Barthes, 2004, pág.119) así que intentando hacer una escritura de mi imaginario,  condensé en cápsulas la repetición de dos palabras: te quiero, registrando al reverso la fecha diaria de la inscripción, dando comienzo al registro el 10 de Julio de 2006 hasta la fecha. Sé que la escritura de éstas dos palabras es no decir nada, pero por otro lado, es decir demasiado. Me resulta imposible el ajuste.

En algún sentido, tengo la idea de que el amor, como todo, es necesario que sea escrito, pues no está en la naturaleza. Después de haber sufrido por lo menos dos naufragios, tengo la firme convicción de que entre el amor y la escritura, hay una relación consustancial: mi inscripción en el mundo simbólico.

Cada cápsula registrada diariamente permite, en algún sentido, que la historia no cese de escribirse al quedarse suspendido en esas dos palabras: el no ser, esa imposibilidad de completud y de “para toda la vida”. La idea es: sólo por hoy… (te quiero)

Contrariamente a lo que pueda pensarse, la escritura que conforma éste registro, no es una escritura para el otro; la escritura diaria de las palabras te quiero, no sublima nada, ni a nadie. Escribir te quiero, es como escribir ahí donde no estás.
Decía Pizarnik en uno de sus poemas: las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia. Sin embargo, no cabe duda que mediante la escritura diaria de éstas dos palabras, más las acciones en las cuales transcurre mi relación con el otro, de alguna manera he llegado a comprender cómo, en el cristianismo el verbo se hace carne.



3.3 A Donde Irán Los Besos

Diciembre 21, 2007

Y fue como comenzar de nuevo… era necesario reconocerlo como por vez primera, el intento fue inútil, la duda estaba presente y el miedo a perderme nuevamente como esa primera vez también.
Tal parecía que esta tarde su intención era hacer sentir nuevamente su presencia, para después acentuar más su falta (tal y como sucedió durante éstos seis meses con 20 días) (D.P)




 La canción que se escuchaba era precisamente la de Víctor Manuel, A dónde irán los besos, cuyo estribillo, a la letra dice:

A dónde irán los besos que guardamos, que no damos
dónde se va ese abrazo si no llegas nunca a darlo […]

De repente a veces, es incomprensible como es que habiendo escuchado tantas veces una misma canción, habiéndola tarareado tanto… en un segundo, en un instante de nada la descubres distinta, con un sentido especial. Ciertas frases de la canción parecieran taladrarte el oído, ya no la cantas sólo como para hacerte compañía y romper con el silencio. De repente comienzas a repetir frases, tal vez una en especial. Ya no la cantas, te la recitas.

Después de su partida ese día, la pregunta que quedaba precisamente era, a dónde habían quedado justo esos besos, esas caricias no dadas durante seis meses con 20 días.

Como era de esperarse, no tuve respuesta precisa, aunque supongo que la respuesta más certera (por lo menos de mi parte) es que se habían quedado, como otras tantas cosas, reprimidos.

En ese momento, se volvió necesario diseñar una estrategia en donde fuera posible no ceder en mi deseo (aunque fuese de manera parcial). Pensé entonces en hacer un contenedor para todos esos besos no dados, “tratar de hacerme responsable” de mi sinthome[1] de constante negación de mi deseo, y ante la imposibilidad de erradicarlo, de desaparecerlo, en tanto efecto de mi estructura psíquica como sujeto, mejor gozarlo de alguna manera. En algún sentido, ese contenedor cumpliría con la función de la carta escrita, pero nunca enviada, o en el mejor de los casos, enviada, pero extraviada en algún lugar del itinerario para llegar a su destinatario.

La carta es una escritura, y la escritura según Derrida es el resto, la huella que deja el lenguaje. La escritura muestra lo que no puede decirse, es decir, lo real, y es también
un hecho de espacio, resultado de una espacialización. Si ésa es su índole... la escritura resulta de un espacio de apropiación de un espacio que por un lado, en la medida en que reduce el blanco, anula el espacio del que se apropia y, al mismo tiempo, crea un espacio nuevo y diferente, de índole dual; por un lado, creación de significación apropiable, por el otro, creación de una estructura física, el objeto-texto, que ocupa un lugar junto a otros objetos […] (Derrida,1994, pág.351)

Bajo ésta concepción de la carta como una escritura, resulta entonces válido remplazar “escribir-se” por “grabar-se”, “escritura” por “huella”, “escritor” por “grabador,” y comencé el registro diario, desde ese día (diciembre 21, 2007) y hasta la fecha, de la huella de mis labios en trozos de papel de algodón, rotulados con la fecha del día de su estampación. Me parecía que la huella de mis labios sobre el papel, resultaba ser la forma misma de mi deseo irrenunciable.

De ésta manera, el amor lo tenía ya experimentado en los tres registros:

El amor en lo imaginario: con mi inicial insistencia de complementariedad y unidad con el otro; el amor en lo simbólico: al experimentar la castración de saberme incompleta, en falta, al no tener “eso” que completa al otro, al comprender que el amor es, como dice Lacan, dar lo que no se tiene a un ser que no lo es, y ahora, al comenzar éste registro de lo que no cesa de no escribirse, comencé a experimentar el amor en lo real a través de la "lettre d’amour" , que en francés permite la acepción de carta y de letra, y que en cualquiera de los casos, se refiere a eso que no puede decirse con el lenguaje.

La letra, la grafía es la inscripción al mundo simbólico, es el registro y el origen de la memoria y de una falta constitutiva, entonces pensé que no podía haber grafo más unario, que la huella que dejaban mis labios sobre el papel al besarlo.

¿Qué son los besos si no los restos del deseo que dejan unos labios en el cuerpo del amado?

Esos besos, restos de mi cuerpo y de mi deseo, qué más da si son o no depositados en el cuerpo del otro… la importancia ahora radica en que, al llevar a cabo éste registro diario de mi deseo, mediante la organización y acumulación de sus huellas cumplen con la promesa de que en cualquier momento pueden ser “leídas”, por su destinatario (causa de mi deseo) o por cualquier otra persona, aún y cuando yo ya no esté, quedando ese contenedor de restos y de huellas como evidencia de mi instancia como sujeto deseante. Hay sobrevivencia en el momento en que hay huella (Derrida, 2001, pág. 62)

Si la escritura es capaz de operar sin la presencia de su autor, en éste sentido la escritura supone entonces un importante elemento de ausencia, por un lado, y por el otro, al mostrar eso que no cesa de no escribirse, es decir, el secreto de eso que no puede decirse, Derrida intenta mostrar la noción de huella no como aquello a lo que nos remite a una “pisada originaria”, sino que intenta mostrar que todo es huella de huella, sin origen primero, lo que implica necesariamente que el origen (o archi – huella como lo nombra Derrida) nunca ha desaparecido en la medida en que nunca fue ni pudo ser constituido.

Así que, al no haber nada, un origen primigenio que predetermine el significado cerrado y último de esas huellas, éste puede ser deconstruído, es decir, hacer una aproximación, una estrategia de lectura, por medio de la cual, sobrepasando mis particulares intenciones como hacedora de esas huellas, se puede poner en evidencia a ese objeto- texto en su capacidad productiva. En otras palabras, en ese vacío que se crea por el desfase entre el significante y significado de mi objeto – texto, cabría la posibilidad de reinventarse el amor y el deseo desde quien lo lee.

 Mi intención de inscribir mi deseo en esos trozos de papel, es la de expresar, simplemente, una singularidad irrepetible, es de algún modo, donar mi experiencia privada a ese otro, con la simple intención de sólo ser leída como: “Sí SE DESEAR”, aún en contra de todo pronóstico.


[1] Para el psicoanálisis, constituye no el signo de una enfermedad sino la expresión de un conflicto inconciente, un acontecimiento del cuerpo. Lacan destaca que el síntoma no es el signo de un disfuncionamiento orgánico, como lo es normalmente para el médico y su saber médico: «viene de lo Real, es lo Real», en tanto está comprometido en una relación singular con lo simbólico y lo imaginario Precisando su pensamiento, explica que «el síntoma es el efecto de lo simbólico en lo real». El síntoma es lo que la gente tiene de más real. 



3.4 Encuentro A La Velocidad De Las Bicicletas

Octubre 13, 2007

No se cuándo comenzó la prisa. No se cuándo comenzó esta urgencia por llegar cuanto antes a ninguna parte, por no faltar a esa cita con nadie.
Hace días que procuro ya no correr pensando precisamente en eso. Es un hecho que nadie me espera y yo ya no sé a quién espero, es más… no sé si espero todavía. Hay días que tampoco sé hacia dónde dirigir mis pasos. Creo que me he especializado en crear rutas múltiples, que la mayoría de las veces, no me llevan a ninguna parte.
¿Para qué correr? El tiempo en cualquier caso es el mismo, y yo… creo que por más esfuerzos que haga, siempre seguiré llegando a destiempo. (D.P)





La historia comienza al ras del suelo, como diría Michel De Certeau, con las huellas.

Nadie podría negar que, cada uno de nosotros tenemos “nuestras rutas”, ese ir y venir de un lugar a otro, de acuerdo a nuestras actividades diarias, a la rutina de nuestros días. Esas prácticas de tránsito “tejen”, sin lugar a dudas, las condiciones de una manera de ser y estar en el mundo. Tejen nuestro espacio vivido.

Esa operación de ir y venir, se traduce en trayectos, es decir, en espacios recorridos de un punto a otro, o dicho de otra forma, en líneas, en huellas que proyectan en una superficie nuestra acción, o en el mejor de los casos, la apropiación de “nuestros” lugares. Y aquí cabría hacer una diferencia entre lugar y espacio, en el sentido que lo apunta Michel De Certeau, para en lo subsecuente referirme más bien a la creación de espacios:

Un lugar es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia. Ahí pues se excluye la posibilidad para que dos cosas se encuentren en el mismo sitio. Ahí impera la ley de lo “propio”: los elementos considerados están unos al lado de otros, cada uno situados en un sitio “propio” y distinto que cada uno define. Un lugar es pues una configuración instantánea de posiciones. Implica una indicación de estabilidad.
Espacio es el efecto producido por las operaciones que lo orientan, lo circunstancian, lo temporalizan […] El espacio es al lugar lo que se vuelve palabra al ser articulada, es decir, cuando queda atrapado en la ambigüedad de una realización, transformado en un término pertinente de múltiples convenciones, planteado como un acto de un presente (o de un tiempo), y modificado por las transformaciones debidas a contigüidades sucesivas. A diferencia del lugar, carece pues de la univocidad y de la estabilidad de un sitio “propio”.
En suma, el espacio es un lugar practicado […] (De Certeau, 2007, 129)

Desde ésta perspectiva entonces, la producción o la construcción de un espacio estaría siempre condicionado por el movimiento y las acciones de un sujeto, por la interrelación de éste con los objetos, las circunstancias y los tiempos de los lugares.

En algún sentido entonces, la construcción de un espacio implica hablar de nuestros pasos perdidos u olvidados en la rutina, reconocer algo de una historia (“nuestra historia”) en los vestigios que van quedando a nuestro paso. En otras palabras, construir un espacio es tratar de identificar el principio de organización de la experiencia interactiva con el lugar y los otros que participan en él, lo cual, de alguna manera creo, permitiría entender el modo de existencia de lo que se desarrolla entre los participantes de la historia.

Fue partiendo de ésta idea como un día decidí hacer el registro de un trayecto que regularmente realizo en automóvil y casi diariamente, de mi casa (ubicada en Av. Tollocan de la ciudad de Toluca) a la Calle de Isabel La Católica en la misma ciudad, recorrido que implica poco más de 2 km de distancia.


Considero también, que es precisamente en las rutinas en donde podemos encontrar los restos del sentido de nuestra relación con los otros, y la producción de nuestros espacios; pensé que al realizar en ésta ocasión el recorrido, tenía que hacerlo de tal manera que me permitiera salirme de mi identidad, algo que rompiera con la estabilidad y el encadenamiento de mi rutina, así fue pues como se me ocurrió realizar la acción, ésta vez, en bicicleta. Además, días antes acababa de leer un texto de Pablo Fernández Christlieb, donde apuntaba que, la bicicleta resulta ser el medio de transporte más civilizado que haya construido el ser humano, porque va a la velocidad de sus pensamientos (2005, pág. 147) lo cual acabó por convencerme. Por otro lado, pensé también que la bicicleta, sería el instrumento idóneo que me permitiría mantenerme más “alerta”, a las sensaciones del contacto más directo que tendría mi cuerpo con el entorno.

El registro de la acción consistiría precisamente, en grabar, en rollos de papel y con tinta para sellos, las huellas de las pisadas dejadas por la bicicleta al momento de llevar a cabo mi trayecto. De algún modo, la intención de darles una calidad visible a las huellas dejadas al realizar el trayecto, era evidenciar la operación, el principio, que las hicieron posibles: la ilusión de encuentro con el otro.

 Cada cosa que hacemos, dice Simmel, o que experimentamos adquiere una significación doble: cada cosa gira sobre sí misma, tiene tanta amplitud y profundidad, contiene tanta alegría y sufrimiento como puede darnos por el hecho de ser vivida de una manera inmediata: y, al mismo tiempo, forma parte del conjunto de nuestra vida (Simmel, 1988, pág. 139) así, al realizar ese mismo trayecto que realizo diariamente en coche, pero en ésta ocasión haciéndolo en bicicleta, era también, de algún modo, como emprender una aventura, creer, así como el aventurero y el jugador, en el azar, en el juego vital de la posibilidad de un encuentro, en algún sentido, era como producir un objeto que realiza un acto.

La acción en sí, de grabar las huellas del trayecto, como aventura, por un lado, seguramente se aislaría del conjunto de mi vida cotidiana, pero en algún otro sentido se reintegraría en ella, por así decirlo, en virtud de mi mismo movimiento, de mi acción misma sobre el lugar para hacerlo parte de mi espacio.

En otras palabras, entendiendo la aventura como la apunta Simmel, como esa forma mantenida por un centro interior, como un anillo, la acción que realicé, sin duda resultaría “extraña” a mi vida cotidiana, pero sin embargo, estaría relacionada con “el centro” de ella, en tanto que, (como todos los días) durante el registro de la acción en bicicleta que realicé del trayecto que va de mi casa a la suya, no dejé de practicar la oración cotidiana de la co-presencia con el otro.

Después de realizado el registro, y para no tener que elegir, como dice en su canción el buen Sabina, entre el olvido y la memoria; todos esos rollos de papel que fueron grabados, decidí contenerlos en una caja de madera. En ella, de algún modo, lo que estaría conteniendo, son los rastros de una acción que desde mi cotidianidad se habría naturalizado y extraviado, si no la hubiese registrado, pero que además, al conservarlos y atesorarlos de tal manera, les estaba otorgando algo parecido a la solemnidad que tienen todas las ruinas, y un algo de ese rostro de eternidad que todas ellas poseen.

El registro de la acción en su estatus ya de ruina, de resto, quedaría ilegible, pero ahí, en algún lado, aún y cuando ni siquiera habría nadie para acordarse de eso que está ahí. Eso son las ruinas, escombros de objeto que forman huella para alguien eventual. La ruina es el objeto visible y virtualmente legible (Wajcman, 2001, pág. 21) son compañeras de la memoria y del olvido, habitan sobre la línea divisoria, en la espera indefinida de un interlocutor.


Partiendo de la precisión de Wajcman de que el olvido es la memoria de las ruinas, el registro de mi trayecto entonces, considerado en sí mismo como el resto de una acción, sería, por así decirlo, la memoria de lo que en la rutina se habría olvidado: su ausencia… su falta.

Así fue que en ese momento, andar en bicicleta no se convirtió en el cumplimiento de una función de transporte, sino el arte de no necesitar, no querer y no importar ir a donde no se puede llegar (Christlieb, 2005, pág. 147)

Bien dicen por ahí que, el arte es completamente inútil en tanto que lo único que se juega en ello es el propio deseo del artista, puesto que de funcional no tiene nada; así entonces pareciera que el aventurero, al igual que el artista, en lo que se empeña, es en poner meramente en acción su deseo, pues su acción, en sí misma resulta completamente inútil. Desde ésta perspectiva, ésta acción planteada como el emprender una aventura, podría situarse más allá de las series de causas posibles del por qué realizarla, para expresar más bien la totalidad de la vida, lo a priori a ella, la puesta en marcha de mi deseo de recuperar mis pasos y construir un espacio, “nuestro espacio”.






El Dibujo Como Experiencia de Escritura.

Había que escribir sin para qué, sin para quién.
Alejandra Pizarnik


Lo primero que aprendí a escribir cuando era niña, fue mi nombre.
Aprendí a dibujar esas cinco letras que lo conforman: E-r-i-k-a, y aunque no sabía que significaban en su conjunto, las reproducía incansablemente en la pared del descanso de la escalera, que unía los dos pisos de la casa donde pasé mi infancia; prueba de ello era cuando mis padres, al ver “mis producciones” preguntaban quién había “pintado” la pared, y yo, con toda la ingenuidad que uno tiene a esa edad, contestaba ante el temor de una reprenda: “no sé, yo no fui”, sin saber que eran mis propios trazos los que me delataban.

Aún recuerdo a mi madre tallando una y otra vez aquella pared, intentando borrar mis rastros, pero el esfuerzo fue inútil, su hija caía en la tentación y nuevamente volvía a los trazos en la pared.

Ante mi insistencia, a mi padre no le quedó más remedio que buscar una estrategia que abriera una tregua entre mi deseo de “rayar” y las reglas de la casa, fue así que entonces me delimitó con pintura negra para pizarrón, un espacio en la pared de mi recámara, donde una franja de color plateado era el límite para no pintar fuera de este.

Cuanta razón tiene Blanchot cuando dice que uno no puede librarse de recordar aunque lo guardes en el olvido, porque más allá del recuerdo hay aún memoria. En mi caso, sólo bastó, que 25 años después, en el taller de gráfica de la maestría, diera por vez primera un trazo en una piedra litográfica, para que esa sensación de dibujar sobre la lisa, resbaladiza y fría piedra fuera el dispositivo para recordar esa vivencia que había tenido de niña a los cinco años de edad.

La experiencia fue un verdadero hallazgo; desencadenó que por vez primera en el taller, me postrara frente a los materiales de una manera más reactiva y lúdica, así como cuando niña. Me dediqué a dibujar por dibujar, sin pretensión alguna más que dibujar por el placer que me provocaba la sensación de hacerlo sobre la piedra. Todo trazo que quedaba a manera de resto, de huella, no era sino testimonio de la aventura a través de lo real y lo imaginario del preciso instante en el que llevaba a cabo la acción de dibujar.

En ésta ocasión, mis dibujos no contaban nada, no tenían un sentido específico, mucho menos una dedicatoria, sólo afirmaba en ellos el momento que implicaba la acción de dibujar, o tal vez tendría que decir, sólo me afirmaba en ellos pretendiendo ser igual al instante.

En ésta ocasión dibujaba sin un para qué, sin un para quién. Dibujaba así como Quevedo escribía sus sonetos de amor, en besos, no en razones.

Siendo así, en ese momento me encontraba ante la inauguración de una nueva forma de producir que había entonces olvidado.
Como comencé a experimentar el dibujo, era ya más allá de la apariencia sensible, de su figuración. Mi dibujo en ese momento se introdujo en el registro de la presentación más que de la representación, es decir, su sentido, su origen, ya no era lo que se cuenta o podría contarse en ellos, sino en haber encontrado en la actividad misma de dibujar el único índice verificable de mi singularidad y existencia. Mi dibujo entonces ya no representa nada en particular, mi dibujo se presenta como resto del acto mismo que he encontrado para constituirme como sujeto.

Así como cuando niña escribía [dibujaba] en la pared, las cinco letras que conforman mi nombre, más que como una representación de algo o alguien, lo hacía para afirmarme a través de la incisión más real de mi deseo que descubrí tal vez desde entonces: dibujar.

Edmond Jabés asentó: la identidad es quizás un engaño. Somos aquello que devenimos.[1] En otras palabras, si algo somos, somos devenir, luego entonces el dibujo, como estrategia para la constitución de un sujeto, fue necesario ponerlo en obra, explorarlo para llevar a cabo transformaciones en mi gramática, ambos (dibujo y sujeto) se deconstruyen mutuamente ante la infinita pregunta ¿soy yo quien formulo mi dibujo o es él quien me modela, me constituye? Ambos son inacabados, posibilidad de ser y transformación.
Abandonar el ser en el acto de dibujar es, paradójicamente, reclamar el ser, es un intento de reconocerlo y afianzarlo. Dice Jabés, lo escrito no es un espejo. Escribir es enfrentarse a un rostro desconocido (Jabés, 2008, pág. 20); lo mismo sucede con el dibujo al hacer una analogía con la escritura.

31 de octubre de 2008  escribía:
Erika… cuándo aprenderás a dejar de buscarte donde no estás (D.P)

Uno siempre cree en la razón, como si la razón fuera razonable, única, verdad inmutable, sin darnos cuenta, que la mayoría de las veces, cuando hablamos “con razón” es más bien cuando habla el Otro, pero no nosotros. Tal vez lo que comencé a experimentar en ésta nueva forma de producir fue, justamente dibujar [grabar-inscribirme] sin preocupación por lo verdadero, por el “hacer bien” o “como se debe” las cosas, olvidé las lecciones de dibujo y las críticas de mi padre y maestros a mi hacer. De lo que se trataba era de salvaguardar la tarea diaria, al acontecimiento cotidiano (cualquiera que éste fuera). Esto sin duda, me hace hablar de una duración quizá nula e insignificante, de un presente activo y sin retorno. La intención de mis trazos era no perder el tiempo, o más aún… no perderme yo en él.

Cuando uno intenta deslindarse del sentido del por qué, para qué y cómo “debemos” hacer tal o cual cosa, se hace necesario romper el vínculo que tenemos con la palabra, con el lenguaje, Blanchot decía:
Escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar de hablar. Y por eso, para convertirme en eco, de alguna manera debo imponerle silencio. A esa palabra incesante, agrego la decisión, la autoridad de mi propio silencio. Vuelvo sensible por mi mediación silenciosa, el murmullo gigantesco, sobre el cual, el lenguaje se hace imagen, se hace imaginario, profundidad hablante, indistinta, plenitud que es vacío. (Blanchot, 2002, pág. 23)

El sentido de mi hacer, ya no estaba en mis dibujos en sí, sino allí, oculto en el acto mismo de dibujar.

En mi caso era un hecho que al reinaugurar ésta nueva forma de producir, lo creado distaba mucho de lo dibujado, de lo inscrito. Cuando uno dibuja sin un para qué, sin un para quién, lo que en ello habla es que de alguna u otra forma uno ya es distinto, esa separación con el sentido de nuestro hacer, esa renuncia, es la que nos permite tener un encuentro con ese rostro desconocido del que habla Jabés y de alguna manera reconocernos en el sin sentido, en el vacío,[2] en la posibilidad, en pocas palabras, con nuestro deseo.


[1] Aclárese devenir como la realidad entendida como proceso o cambio, que a veces se opone a “ser”. Expresa la variabilidad sustancial de las cosas y de los fenómenos, su ininterrumpida transformación en otra cosa.


[2] Considero pertinente hacer la aclaración de no confundir el vacío con la nada, ya que desde , mi punto de vista no es lo mismo. El vacío es posibilidad de ser. La nada es el no ser, la carencia absoluta de todo ser.



4.1 El Libro Como Espacio [vacío]




El espacio a través del cual se arrojan los pájaros no es
el espacio íntimo que realza tu rostro…
el espacio nos supera y traduce las cosas

Rainer M. Rilke

No hay recuerdos inocentes…
Desde niña mi relación con lo que comúnmente se identifica como un libro, fue muy significativa. Tengo imágenes muy presentes de mi padre leyendo en el sillón de la sala, y yo ante mi incapacidad de poder descifrar todavía esos signos que era la palabra escrita, me conformaba con los cuentos o lo que pudiera decirme mi papá, o simplemente con repasar cada una de sus páginas viendo las imágenes que contenían en ellas, inventando historias o tal vez explicándome sucesos a través de ellas.

Después, cuando comencé el proceso de aprendizaje de la lecto escritura, alrededor de los cinco años, ante ciertas dificultades que enfrenté (según reportaba mi maestra a mi madre), el mejor recuerdo que tengo de mi abuela (si no es que el único) es cuando jugaba conmigo a escribirme palabras con su dedo sobre diferentes partes de mi cuerpo, como las palmas de mis manos, mis brazos, mi espalda y mi rostro, según ella para que recordara más fácilmente las letras y no las confundiera. El juego consistía en que al mismo tiempo que observaba como escribía sobre mi cuerpo las palabras y las repetíamos juntas, yo sentía un cosquilleo que me invadía toda, de tal manera que tenía que contenerlo. Después, las reglas del juego cambiaron, y era con los ojos vendados y sólo a través de sentir ese cosquilleo como tenía que descifrar qué es lo que estaba escribiendo mi abuela en mi cuerpo. No se si eso fue lo que funcionó para que yo finalmente aprendiera a leer y escribir, pero lo que si es seguro, es que ahora, cada vez que alguien acaricia mi cuerpo y vuelvo a sentir ese cosquilleo, es como si cada uno de mis poros se abrieran, se colocaran en posición de alerta, listos para descifrar un mensaje o un secreto.

Tiempo después, yo tendría como nueve o diez años de edad, no sé por qué se me ocurrió escribir dizque un “libro” de poemas.
Qué poesía podría escribir una niña a esa edad, si acaso palabras que rimaran sin ningún sentido. Esos trozos de hojas recortadas y cosidas, con mis “poemas” escritos en ellos, acompañados con algunos dibujos que hice también, me sirvieron para estafar a mis tías, vendiéndoselos a algunas de ellas, siendo una suerte que al pasar de los años, de aquel hecho sólo haya quedado la anécdota para contar en las reuniones familiares, y que de aquellos “libros” no quede evidencia alguna.

Irremediablemente, a partir de éstas y otras tantas experiencias que he tenido con el libro y la escritura, es que surgen algunas preguntas: ¿escritura y libro son lo mismo? ¿una constituye al otro o ambos pueden interactuar independientes? ¿qué es el libro?

Hasta entonces, había experimentado al libro como un objeto contenedor de un saber, de “algo” que instruye, como un contenedor de historias; lo había experimentado también como un cuerpo y como un conjunto de páginas blancas, donde siempre el blanco parece infinito e imposible de llenar.

Maurice Blanchot dice respecto al libro que, es el a-priori del saber,

el libro constituye la condición para toda posibilidad de lectura y de escritura […] No se sabría nada si no existiese siempre de antemano la memoria impersonal del libro […] Lo absoluto del libro es así el aislamiento de una posibilidad que pretende no tener origen en ninguna otra anterioridad. (Blanchot, 1973, pág. 22)

Se sobreentiende que no tener origen en ninguna otra anterioridad, significaría incluso la ausencia de huellas que dieran índice de su origen, de eso que hizo posible su existencia. Con ello, sería viable acceder entonces a la idea de libro como espacio [vacío], puesto que no hay nada que anteceda al vacío. Crear el espacio, según Christlieb, tiene algo de difícil, porque espacio, es todo lo que había antes de que a cualquiera se le ocurriera crear algo. Equivale a crear el agua dentro del mar. […] Es con la invención del espacio con lo que se hecha andar a la cultura (Christlieb, 1994, pág. 322)

Y el hombre, como ha inventado ese espacio, el mundo, es a través del lenguaje, el cual, paradójicamente nos niega esa inmediatez con las cosas al nombrarlas, al convertirlas en ausencia, en tanto que si digo por ejemplo: hombre, en algún sentido le retiro lo real de carne y hueso que tiene y le hago ausente. La palabra me da el ser, pero privado del ser (Blanchot, 2002, pág.127).

Luego entonces, si el libro es el espacio [vacío], la escritura y el dibujo al considerarlo como una manera de inscripción, sería una especie de ausencia visible de eso a lo que no tenemos acceso. Christlieb, atinadamente dice que el lenguaje comienza con el silencio: el silencio lingüístico es aquella parte del lenguaje que está más allá de las palabras (Christlieb, 2004, pág. 81) La palabra, en tanto que ausencia visible de la cosa, conlleva ya en sí misma una ambigüedad inherente, “algo” que no es dicho porque es inaprensible.

Marzo 2, 2009
[…]¿de dónde viene este miedo?, reconocer que a veces el corazón late demasiado y eso no sale en el papel. (D.P)

De algún modo, el miedo siempre aparece ante lo desconocido, a la incertidumbre, al no saber, de ahí el afán tan humano de fijar, de establecer una lucha por encontrar una matriz de sentido, algo que ordene lo que en sí no tiene orden, lo que en sí conlleva multiplicidad de sentidos. Era necesario dar un siguiente paso; si de alguna manera ya lo había experimentado en el amor, en mi relación con los otros, ahora era momento de hacerlo en mi producción, en lo que hago para inscribirme en el tiempo y en el mundo.

Entonces, comencé mi intento por inscribirme, no tanto para extraer su fundamento o su justificación, sino para encontrar el espacio en que me despliego, el vacío que me sirve de lugar para recrearme de nuevo.
Llenar de sentido al libro sería un poco como matarlo, desaparecerlo. El libro anula toda continuidad de presencia, escapa a la interrogación que contiene el libro (Blanchot, 1973, pág) El libro no es su interioridad ni su sentido siempre eludido decía Jabés, entonces, inscribirse en el libro como espacio [vacío] es de antemano saber que nunca seremos dichos del todo, pues para ello el lenguaje resulta siempre insuficiente, el alma misma del libro radica entonces, no en lo que se dice, porque a veces ni se sabe lo que se dice, sino en lo que no se dice, en lo que queda no dicho en cada palabra, en cada trazo; de otra manera, lo que queda en el silencio. Desde ésta mirada, podríamos decir entonces que el sentido del libro siempre está fuera de él y que lo que ahí contiene, son tan sólo mis restos.



4.2 Del Dibujo como Experiencia de Escritura, Al Libro Instante


Hacer un libro podría significar cambiar el vacío de escribir por escribir el vacío.
Edmond Jabés

Por primera vez había que guardar silencio. Yo que nunca lo he soportado, en ésta ocasión era necesario hacerlo para poder seguir escribiendo, para poder seguir dibujando. Era necesario renunciar a todo aquello que me delimitaba de tal manera y no de otra, era necesario renunciar al mandato, al ser y hacer “bien”, era necesario intentar renunciar a todo aquello que en algún sentido fortalecía mi ego y me reafirmaba para decir “yo soy”.

Guardar silencio es renunciar a los nombres, al sentido de las palabras, a lo que mata a lo existente, porque eso de ponerle nombre a las cosas, (ya lo había experimentado) las mata un poco; aunque por otro lado, el hecho de no hacerlo las mantiene también al margen de lo inaccesible.

Hegel escribió alguna vez en una carta a Hölderlin,

el primer acto, mediante el cual Adán se hizo amo de los animales, fue imponerles un nombre, vale decir que los aniquiló en su existencia (en tanto que existentes) […] Dios había creado a los seres, pero el hombre hubo de aniquilarlos. Entonces cobraron sentido para él, y a su vez él los creó a partir de esa muerte en la que habían desaparecido; sólo que, en vez de los seres y, como se dice, de los existentes, ya sólo hubo ser y el hombre fue condenado a no poder acercarse a nada y a no vivir nada sino por el sentido que le era preciso hacer nacer[1]

Al haber experimentado el dibujo distinto a como lo había venido desarrollando, fue que se me ocurrió hacer un libro con esos restos de mi acto de dibujar. Y digo “libro” por decir algo, ya que si se piensa al libro como un soporte, como una suerte de depósito y/o receptáculo, generalmente de “un saber”, de una memoria… mi pretensión estaba lejos de ello.

Si algo caracterizó al proceso de producción, fue justo eso: el no saber; y me refiero en todos los sentidos, incluso, al hacer mismo de la técnica litográfica, lo cual sin duda ayudó a que me enfrentara a los materiales de una manera más reactiva y sin tantos prejuicios.

Los lápices y barras litográficas me recordaban esas crayolas con las que de niña dibujaba, y la piedra ese pizarrón en la pared que me hizo mi papá para que ya no dejara mis rastros por los muros de la casa.

Los trazos se empezaron a dar de una forma inmediata, casi de manera automática diría yo. Y al respecto, pudiera pensarse, tal vez, que al no haber una “reflexión profunda” en lo que en ese momento estaba realizando en mi trabajo, éste estuviera carente de pensamiento. Asumirlo así, de una manera tan reductiva, sería negarme como ser básicamente temporal, sería negarme como guardiana del transcurrir. Todo funciona aquí sobre un postulado que sus efectos han hecho tomar como una realidad: hay conocimiento, pero es inconsciente; recíprocamente es el inconsciente el que sabe. (De Certeau, 2007, pág. 81)

Indudablemente, el trazo inmediato de lo que nos habla es de una relación inmediata, reactiva con el mundo y con los materiales, todo nos llega a parecer tan obvio, tan familiar en él, que fácilmente podemos acomodarnos en el campo de lo placentero. Pero el sentido cambia cuando a estos trazos, lejos de considerarlos como la representación de lo habitual, de lo cotidiano, los presentamos como restos de su función mediática entre el sujeto y no la inmediatez del contacto con el mundo, sino más bien con lo lejano, con aquello que ha sido de algún modo “velado”, olvidado.

Al considerar al dibujo como resto y no como representación, sin duda, a lo que nos enfrentamos, no es a lo placentero, sino a lo absolutamente extraño, a lo insólito, al “origen”, a esa “idea germen” que nos trazó y nos determinó de tal o cual manera, lo mismo que a nuestro dibujo.

De alguna manera, estos dibujos que realicé en litografía, tenían esa doble característica, por un lado muestran lo habitual, haciéndonos creer que lo inmediato nos es familiar y nos da una sensación placentera al identificarnos con esa familiaridad, pero por otro lado, y justo allí radica mi hallazgo, me develan casi espontáneamente, la inocencia del “origen”, aquello olvidado, y entonces… comencé la deconstrucción y la posibilidad de ser la misma, pero distinta.

Ante esta premisa, me quedaba claro entonces que la singularidad de mi “libro”, estaba más allá de sus propiedades de objeto. Si algo pudiera tal vez definir su cualidad sería la del instante. En principio, porque al no dibujar ni escribir propiamente para el libro, sino como acto constitutivo, éste acto (el de la escritura-dibujo) lo atraviesa, no lo contiene. El “libro”, sería meramente efecto, y/o deshecho de mi acción de dibujar, acto que sólo puede ser estabilizado y comprendido a partir de la presentación de sus restos. Si bien es cierto que en este caso, el acto de dibujar se relaciona con la ausencia de obra, con la ausencia de un qué, de un para qué, de un para quién, de un saber, mis dibujos como restos, paradójicamente los investí como obra bajo la forma de libro.

De un libro, pero no como el objeto en sí que lo define o caracteriza, porque incluso me he negado a coserlos, a unirlos unos con otros, porque no remiten a una secuencia, no tiene precisamente un principio y un fin en tanto que no cuenta nada específico, los restos que ahí se presentan, quizás tan sólo son la aproximación a un punto donde nada se revela, donde dibujar como un acto de escribir (de inscribirme) no es sino la sombra del instante vivido, lenguaje imaginario y fragmentado que no devela una verdad.
Así que si alguien buscara el significado de mis trazos y la escritura que conforma mi libro, podría encontrarlo en cualquier otro lado, menos ahí. Mi dibujo – escritura, en sí misma sólo es, y lo único que dice es que es. Puro devenir.

Mi libro, el libro instante, podríamos pensarlo tal vez en la lógica parecida a la del sueño, cuyo recuerdo siempre es fragmentario y su conformación es ajena totalmente a la lógica ordinaria. Es un poco como vivir un acontecimiento fragmentario en imagen, en donde el acontecimiento apenas y llega a rozar en la imagen con aquello de real que pudo haber tenido. La imagen es lo aparecido en tanto que desaparecido, es lo presente en ausencia, y por otro lado es fragmentaria, porque no había ninguna necesidad de contarlo.
En algún sentido, lo que el libro instante propone, es lo que Sloterdijk en su filosofía para configurar una poética del espacio:

 […] nos aventuramos a dejarnos llevar por un movimiento en suspenso, como ese niño que sopla en el aire pompas de jabón a partir de un orificio mientras, entusiasmado, sigue con la vista sus propias obras de arte hasta que sus coloridos objetos explotan […] (Sloterdijk, 2004, pág.140) 


escritura en devenir donde no hay más que sólo vacío hasta que se constituya la experiencia.






[1] Citado por Maurice Blanchot en su ensayo “La Literatura y El Derecho a la Muerte”